El diccionario de la RAE define “rentista”, en una de sus acepciones, como “la persona que principalmente vive de sus rentas”. Ahora bien, ¿sería posible generalizar este concepto, en principio individual, a una sociedad, a un estado? ¿Podríamos llegar a hablar entonces de una mentalidad “rentista” como predominante en un determinado pueblo? Y, en definitiva, ¿podríamos generalizar a la sociedad española como un conjunto de individuos de mentalidad “rentista”?
Suponiendo como plausible esta generalización en el contexto histórico español de los últimos siglos, y sin olvidar que habría que matizar, sin lugar a dudas, los diferentes periodos, regiones, y evidentemente individuos, ¿cuáles podrían ser los orígenes de esta mentalidad que posiblemente esté en la base de nuestra secular falta de competitividad frente a las denominadas naciones “más desarrolladas”? Habremos de recordar que España se incorporó con más de cien años de retraso a la Revolución Industrial frente a países como Inglaterra, Francia o Alemania. Este “retraso”, asociado también a la permanencia de atavismos característicos del Antiguo Régimen hasta bien entrado el siglo XX, ha tenido como consecuencia la realidad ineludible de estar, a partir de la Revolución Industrial, permanentemente a remolque de las países más desarrollados -política, social, económicamente- del orbe.
En este somero análisis vamos a desarrollar tres factores que podrían coadyuvar al desarrollo de esta nuestra mentalidad: el socioeconómico, el religioso, y el geográfico. Veamos, en primer lugar, aunque no específicamente por orden de importancia, el factor socioeconómico.
El factor socioeconómico
Para explicar las causas profundas de nuestra mentalidad como pueblo tenemos quizás que retrotraernos a los oscuros comienzos de la Reconquista, un proceso largo y complejo de siete siglos de avances y retrocesos para construir una realidad política denominada España. En estos siglos previos a la Edad Moderna, en los estados europeos más avanzados se ponen las bases para el desarrollo de una clase social que va a tener un peso de enorme importancia en el futuro: la burguesía. En los reinos de la Península (fundamentalmente Castilla y León), el lento proceso de repoblación que permiten las victorias frente a los estados musulmanes (más por debilidad de éstos que por fortaleza y unión de los cristianos) se realiza sobre tierras de difícil defensa y con un déficit humano importante. Así pues, los valles del Duero y del Tajo son, en distintos momentos, tierras de frontera, donde los denominados caballeros villanos, pastores-guerreros, van a ser los protagonistas, debido a la dificultad de constituir asentamientos permanentes suficientemente seguros para la labor agrícola. Estos caballeros villanos, propietarios de ganado, serán los que terminen imponiendo su dominio en los concejos de nueva creación que obtienen los primeros fueros y cartas puebla por parte de nobleza y monarquía.
El comercio, en gran parte por la inseguridad y por la falta de una economía plenamente monetal (se sigue usando el modio de trigo y la oveja como medio de pago), sigue siendo de ámbito local o regional. En Castilla y León sólo puede hablarse de un cierto desarrollo artesanal y comercial en el Camino de Santiago merced a la entrada de peregrinos que vienen desde Francia. Sólo Cataluña y, en parte, Valencia poseen una burguesía mercantil que, merced a su cercanía al Mediterráneo y a la pronta pacificación de los condados catalanes, posee la riqueza y el poder suficiente para prevalecer en las ciudades.
Sin embargo, a partir de la crisis del siglo XIV (Peste Negra, malas cosechas, hambrunas,…), el Principado de Cataluña -que forma parte de la Corona de Aragón desde mediados del siglo XII- pierde gran parte de su peso político y económico en el Reino. Las ciudades comienzan a emitir deuda pública para sufragar sus enormes gastos y “financiar” la política mediterránea de los monarcas aragoneses. Los mercaderes prefieren vivir de las rentas proporcionadas por los intereses pertinentes de dicha deuda, en lugar de arriesgarse en empresas comerciales de incierto resultado. Este será uno de los motivos del famoso conflicto entre la Busca y la Biga que tendrá lugar a mediados del siglo XV. Por otro lado, tras el denominado Compromiso de Caspe (1412), se instaura una dinastía castellana -los Trastámara- en el trono aragonés, poniendo las bases de una futura unión política entre Castilla y Aragón.
Castilla va a ser, desde el siglo XIV, la potencia que va a imponerse en la península como estado dominante. Varios factores confluyen a ello: por un lado, su economía se ha desarrollado más y mejor que la aragonesa, su población es mucho mayor, y además la monarquía ha conseguido imponer, no sin las debidas contraprestaciones económicas, su poder centralizador frente a una nobleza siempre presta a rebelarse para obtener nuevos privilegios. La economía castellana tiene como pilar fundamental la ganadería y, en concreto, la exportación de la lana producida por la oveja de raza merina, de excelente calidad.
Castilla no consiguió -porque no pudo o no quiso- desarrollar una industria textil que pudiera competir en igualdad de condiciones con la inglesa o la flamenca. En su lugar, se potenció de forma importantísima la producción de lana como materia prima para la exportación. Así, los Reyes Católicos, que necesitaban liquidez rápida y fácil para la pacificación interior del Reino y para sus campañas mediterránea y atlántica, favorecieron decididamente con enormes privilegios a la institución de La Mesta, creada en el siglo XIII por Alfonso X, optando por una economía productora de materias primas frente a la posibilidad de desarrollar una industria textil potente.
Los ciudadanos burgueses perdieron gran parte de su peso político, puesto que incluso el nombramiento de corregidores para el gobierno de las ciudades fue impuesto por los propios monarcas, con lo que caballeros villanos y una aristocracia ligada a la nobleza eran los verdaderos dueños del poder político en las ciudades. Nos encontramos, por tanto, con una burguesía prácticamente inexistente en Castilla y que sólo tiene cierto peso político y económico en ciudades mediterráneas como Barcelona o Valencia. La expulsión de los judíos en 1492 no va contribuir precisamente a mejorar esta situación, puesto que gran parte de las actividades mercantiles estaban en manos de ellos.
Con estas bases históricas, el naciente estado español va a convertirse desde entonces en un mero productor de materias primas e importador de artículos manufacturados. Un déficit que, a la larga, se convierte en un elemento desestabilizador de cualquier economía. Las bancarrotas sucesivas de la hacienda estatal, ocasionadas por los tremendos gastos de la Corona, van a continuar durante los reinados de los Austrias en los siglos siguientes. Las enormes riquezas en plata y oro que desembarcan en los puertos españoles provenientes de las Américas no se invierten de forma oportuna en mejorar la productividad agrícola con nuevas técnicas, o en fomentar una incipiente industria, sino en sufragar costosísimas campañas militares en defensa de la Cristiandad -contra musulmanes- y del Catolicismo -contra protestantes-, y en paliar las enormes deudas contraídas y sus correspondientes intereses.
Mientras en los siglos XVII y XVIII, estados como Inglaterra y Francia acaban casi definitivamente con los vestigios del Antiguo Régimen, y en el XIX se producen las revoluciones burguesas y proletarias (1830 y 1848) en las más importantes capitales europeas, España continuará anclada en el Antiguo Régimen, con una economía fundamentalmente agraria (la Mesta no será abolida hasta 1836) y con un desarrollo industrial prácticamente residual. Cuando, a finales de la centuria decimonónica, se comiencen a construir los primeros ferrocarriles, serán contratas extranjeras (francesas, alemanas) las que desarrollen el tendido ferroviario, y España se limitará a aportar la materia prima (el hierro), abundante en las minas de la franja cantábrica peninsular. Todavía en el siglo XX, España, como país no beligerante, se limitará a aportar importantes materias primas a los países participantes en la Gran Guerra, pero sin conseguir, a través de ello, la elaboración de un tejido industrial mínimamente importante. Los grandes terratenientes rentistas continuarán durante buena parte del siglo XX teniendo un enorme peso político y económico en la sociedad española y defenderán sus intereses de clase frente a la emergencia de una tímida burguesía capitalista.
El factor religioso
Un segundo factor que habría que considerar en este análisis sería el religioso. Hay que recordar que durante la transición a la Edad Moderna se produce en toda Europa el fenómeno de la Reforma protestante, fenómeno no sólo de enorme importancia en el ámbito religioso con la quiebra de la cristiandad occidental, sino de evidente impacto político, social y cultural. En particular, debemos de considerar la influencia decisiva de la doctrina de Calvino sobre la Predestinación, es decir, aquélla que afirma que todo hombre, independientemente de sus actos, está de antemano, por simple voluntad divina, destinado a la eterna condenación o a la salvación de su alma. Este concepto que podría considerarse irrelevante –más allá de una trascendencia religiosa- desde una perspectiva contemporánea, es muy importante en el devenir de la mentalidad de los pueblos europeos.
Así, mientras los pueblos de ideología protestante ven en el enriquecimiento, en el afán de riquezas, incluso en la codicia, algo moralmente permisible, hasta el punto de considerar la bonanza económica de un individuo como un signo de ser “un elegido de Dios”, el Catolicismo tenderá siempre a envilecer moralmente el enriquecimiento, a perpetuar el mensaje de lo “efímero de las riquezas terrenales”, a ver detrás del mercader, del prestamista, del cambista, al avaricioso judío “asesino de Cristo”. Esta mentalidad se arraigará con fuerza sobre todo en los países profundamente católicos, como el caso de España, una mentalidad que, inherentemente, despreciará cualquier actividad “ambiciosa” destinada al puro ánimo de lucro (esencia fundamental de la dialéctica capitalista), por cuanto serán nuestros actos sobre la tierra los que acarrearán consecuencias sobre nuestra posible salvación -o condena- futura (“Más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de los Cielos”, Mateo, 19, 23-24).
La Iglesia además se convertirá, a través fundamentalmente de donaciones, en el mayor propietario de tierras de toda la Península junto a la monarquía. Todo el estamento eclesiástico (secular y regular), además de los individuos dependientes en una u otra forma de él, vivirán de lo producido por las rentas de dichas tierras y propiedades, hasta el punto de que la imposibilidad de explotar tan enormes extensiones, dará lugar a las conocidas “manos muertas”, esto es, los bienes inajenables que se convertían en tierras baldías, sin explotar. Sólo bien entrado el siglo XIX, con las desamortizaciones de Madoz y Mendizábal, se pudo intentar crear una clase media de propietarios que explotara esas tierras. Pero ya era probablemente demasiado tarde, y además el proceso no evitó la pervivencia del latifundismo (y del “rentismo”) en amplias zonas peninsulares.
El factor geográfico
El tercer factor que hemos comentado al principio es relativo a la propia geografía del estado español. El principal elemento que habríamos de considerar aquí sería el clima y su incidencia sobre el carácter de los pueblos. Si complicado es el análisis de los factores socioeconómicos en el devenir histórico de los pueblos, mayor reto aún es intentar hallar una fórmula matemática que nos permita deducir el efecto de los climas a la hora de forjar la mentalidad colectiva de los individuos.
Permítaseme remitirme aquí, con la prudencia que proporciona la perspectiva histórica, a la obra de Montesquieu El espíritu de las leyes (1748), en la que el célebre filósofo ilustrado se pregunta por las diferencias entre los hombres según el clima, y cito textualmente: “Resulta, pues, que en los climas fríos se tiene más vigor. Se realizan con más regularidad la acción del corazón y la reacción de las fibras; los líquidos están más en equilibrio, circula bien la sangre. Todo esto hace que el hombre tenga más confianza en sí mismo, esto es, más valor, más conocimiento de la propia superioridad, menos rencor, menos deseo de venganza, menos doblez, menos astucias, en fin, más firmeza y más franqueza. Quiere decir esto, en suma, que la variedad de climas forma caracteres diferentes. Si encerráis a un hombre en un lugar caldeado sentirá un gran desfallecimiento; si en tal estado le proponéis un acto enérgico, una osadía, no os responderá sino con excusas y vacilaciones; su debilidad física le producirá naturalmente el desaliento moral. Los pueblos de los países cálidos son temerosos como los viejos; los de los países fríos, temerarios como los jóvenes.”
Y continúa más adelante con apreciaciones tan “denigrantes” para nuestro ego patriótico como: “Hay en los climas del norte pueblos de pocos vicios, bastantes virtudes y mucha sinceridad y franqueza. Aproximaos a los países del sur, y creeréis que cada paso os aleja de la moralidad: las pasiones más vivas, multiplicarán la delincuencia. Ya en la zona templada son los pueblos inconstantes en sus usos, en sus vicios, hasta en sus virtudes, porque el clima tampoco tiene fijeza. El calor del clima puede ser tan extremado, que el cuerpo del hombre desfallezca. Perdida la fuerza física, el abatimiento se comunicará insensiblemente al ánimo; nada interesará, no se pensará en empresas nobles, no habrá sentimientos generosos, todas las inclinaciones serán pasivas, no habrá felicidad fuera de la pereza y la inacción, los castigos causarán menos dolor que el trabajo, la servidumbre será menos insoportable que la fuerza de voluntad necesaria para manejarse uno por sí mismo”.
En sus argumentaciones, propone Montesquieu ciertas “medidas” para evitar las deficiencias “inherentes” a la condición climática de los pueblos meridionales: “Para vencer la desidia que el calor produce, debieran quitarse todos los medios de vivir sin trabajar; pero en el sur de Europa se hace todo lo contrario: se favorece a los que quieren vivir en la contemplación, esto es, en la ociosidad, pues la vida contemplada supone grandes riquezas. Unos hombres que viven en la abundancia, dan a la plebe una parte de lo que les sobra; y si esa plebe ha perdido la propiedad de sus bienes, se consuela con la sopa de los frailes que le permite vivir sin trabajar; ama su propia miseria.”
En resumen, Montesquieu llega quizás demasiado lejos en sus deducciones filosóficas, explicando fenómenos tales como la poligamia, el espíritu liberal, el valor en la guerra,…, en base a las diferencias existentes fundamentalmente entre pueblos de clima cálido y clima frío. Sin embargo, parece evidente que existe una cierta influencia de las condiciones climáticas en el carácter de los pueblos, pero no existe -o al menos, no se conoce- una fórmula exacta que lo determine, y dicha influencia, más que por las altas temperaturas, podría tener relación con las variaciones térmicas, es decir, con la amplitud térmica. Por ejemplo, una temperatura media mensual casi constante de unos 20-25ºC durante todo el año, por pura lógica, debe producir diferentes reacciones físicas e intelectuales sobre los individuos que unas variaciones de entre 0ºC en los meses de invierno y 30ºC en los meses estivales. También habría que considerar el número de horas de sol al día, por el simple hecho del régimen de luz natural y su impacto en los quehaceres diarios, así como el régimen pluviométrico (volumen de las precipitaciones, regularidad o irregularidad de las mismas, etc.), además de otros factores indirectamente relacionados con el clima como la aridez del suelo, la desforestación, etc.
Lo que parece un hecho constatable es que los países mediterráneos -¿o debiéramos decir meridionales?-, como España, Grecia, Portugal e Italia, llegaron, por unos u otros motivos, tarde a la Revolución Industrial, y continúan aún hoy día padeciendo profundos desequilibrios entre sus sectores económicos, problemas de corrupción en la clase política, ambigüedades en la separación de poderes, baja productividad de los trabajadores, elevada deuda pública, etc. Tal vez, sólo tal vez, el viejo Montesquieu no anduviera tan desencaminado, después de todo, era natural de Aquitania, esa hermosa región “meridional” de Francia.
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