La Historia, que es magistra vitae como postulaba Cicerón, nos cuenta que, desde los albores del hombre, desde la revolución neolítica tras la que el individuo se sedentarizó y decidió agruparse en comunidades, todas las civilizaciones han pasado por diferentes estadios de nacimiento, desarrollo, auge o esplendor, decadencia, y caída. Algunas no pasaron más allá de sus primeras etapas, de sus balbuceos iniciales, y se derrumbaron por diferentes motivos, sin dejar su huella imperecedera en la historia de los pueblos. Otras, en cambio, como Roma, se convirtieron en hegemónicas y construyeron una realidad que perduró incluso siglos después de su caída.
¿Cómo se derrumba una civilización? Aunque los factores exógenos son indudablemente importantes, el germen de la decadencia es casi siempre de carácter endógeno. Lo que provoca el comienzo del fin de una civilización es fundamentalmente la falta de creencia en sí misma, esto es, en los valores que antaño fueron los responsables de su propia ascensión como entidad dominante en los diferentes ámbitos (político, cultural, militar, religioso, etc.). Estos valores suelen forjarse con titánico esfuerzo, con sufrimiento, conflictos, dudas..., y en muchos casos, no llegan a buen puerto. Tras superar las tremendas dificultades que llevan a un efímero apogeo -del que no son conscientes los propios contemporáneos, sino sólo la posteridad-, ocurre habitualmente que la molicie lleva a olvidar, de forma lenta, imperceptible, pero inexorable, los esfuerzos que antaño permitieron construir tan meritorio edificio.
Una gran civilización no cae de repente, puesto que si ha alcanzado el estadio de esplendor es porque sus cimientos han alcanzado un alto grado de solidez. Es el germen de su autodestrucción el que va horadando poco a poco dichos cimientos, como un ejército de termitas horada la madera. Hasta que, finalmente, con algún impulso externo de menor o mayor magnitud, el golpe de gracia hace que el edificio termine por desplomarse. Así, por ejemplo, el Imperio Romano de Occidente tardo varios siglos en caer, desde la crisis o anarquía del siglo III, e incluso probablemente antes, estaba ya herido de muerte, aunque su definitiva desaparición no tuviera lugar hasta las postrimerías del siglo V -el golpe de gracia se lo dieron las invasiones bárbaras-.
Occidente, entendiendo como tal a Europa y los Estados Unidos de América, con una historia de formación que arranca desde la Edad Moderna -algo más tardía en el caso norteamericano, obviamente-, un desarrollo que cubre los siglos XVIII y XIX, y un esplendor que, a pesar -o tal vez, debido a ellas- de las dos grandes guerras sufridas, se culmina en el XX, parece encontrarse en una encrucijada que permite vislumbrar su decadencia y postrera caída. Occidente ha tenido que superar duras pruebas -revoluciones burguesas, dos guerras mundiales, revoluciones proletarias, la guerra fría, la amenaza nuclear-, pero, tras la Segunda Guerra Mundial, estadistas de gran valía como Conrad Adenauer, Robert Schuman o JFK consiguieron que esta civilización se convirtiera en el faro de las libertades, del progreso, de la justicia, de la paz...
Ahora bien, Occidente lleva en sus entrañas desde casi el siglo XVIII el germen de su propia autodestrucción, la termita que horada sus cimientos tiene probablemente un nombre: el Capitalismo. No debemos olvidar que en el siglo XIX, cuando el capitalismo comienza su inexorable expansión en las sociedades denominadas "desarrolladas", surge una ideología de claro signo opuesto: el socialismo de pensadores como Marx y Engels, que se rebela contra el capitalismo dominante y pone las bases teóricas de los derechos del proletariado y de la construcción de un futuro comunismo de carácter empírico.
Llegado el siglo XX, el socialismo marxista triunfa, tras la revolución de 1917, en Rusia. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Occidente se enfrenta ideológicamente a un temible adversario: el bloque soviético situado tras el denominado por Churchill como "telón de acero". Esta amenaza obligó a Occidente a hacerse aún más fuerte en sus convicciones socialdemócratas, a adquirir la moderación, la templanza, la austeridad... como valores con los que "enfrentarse" a las ansias expansionistas comunistas.
Con la caída del muro en 1989 y el consiguiente derrumbe del bloque comunista en los noventa, lo que, a todas luces, parecía un triunfo de las libertades del individuo, se ha convertido en una temible realidad: no existe ideología alguna que ponga freno a las ansias devoradoras del Capitalismo. Se había roto en mil pedazos un cierto equilibrio entre opuestos, inestable, pero equilibrio, al fin y al cabo. Poco a poco, en las últimas décadas, el Capitalismo ha ido fagocitándolo todo, sin mesura, sin comedimiento, sin piedad. Nada se atreve ya a oponerse a sus designios, la economía se ha convertido en el centro de nuestras vidas, los estados, sus dirigentes, sus ideólogos,..., todo, absolutamente todo, gira en torno al nuevo "becerro de oro", al que adoramos y consagramos por encima de cualquier consideración ética, moral o cívica.
Una economía que, en su afán devorador, ha llegado a convertir la mera especulación en factor que decide el futuro de vidas, sociedades, pueblos enteros,..., incluyendo lógicamente al propio Occidente. Claro que hay que tener en cuenta que los cimientos del capitalismo occidental son recios, y los factores exógenos, como el integrismo islámico, no son todavía lo suficientemente poderosos como para derribar de un plumazo lo construido con tanto esfuerzo en los últimos siglos. Pero el germen de su autodestrucción ha comenzado a socavar los cimientos y es harto difícil determinar hasta qué punto está carcomido el edificio, ni cuándo terminará por derrumbarse completamente. Lo que parece seguro es que, como toda gran construcción, caerá con inusitado estrépito...
Por tanto, no es de extrañar lo que está ocurriendo estos días en Inglaterra, y no deja de tener razón el primer ministro británico cuando afirma que: "Cuando digo que partes de Gran Bretaña están enfermas, la única palabra que yo usaría para resumir eso es una irresponsabilidad. La visión de los jóvenes corriendo por las calles, rompiendo ventanas, entrando en propiedades, saqueando, riendo... el problema es una falta total de responsabilidad, falta de una adecuada crianza de los hijos, la falta de educación adecuada, la falta de ética adecuada, la falta de moral adecuada. Eso es lo que tenemos que cambiar. No hay un detonante que pueda cambiar estas cosas. Se trata de los padres, se trata de la disciplina en las escuelas, se trata de asegurarse de que tenemos un sistema de bienestar que no recompensa la inactividad. Es todas esas cosas...". Ciertamente hemos educado a la generación de los 80 y los 90 en la opulencia, el despilfarro, en la falta de moderación, de disciplina, en la adoración al "becerro de oro". No les hemos enseñado aquellos valores que perduran, que están por encima de los puramente consumistas porque son imperecederos. Cuando éstos se han revelado como lo que son, pura especulación y volatilidad, los jóvenes se encuentran con que no comprenden nada, ¿por qué no obtener, pues, por la fuerza lo que tanto anhelan? La culpa no es evidentemente de ellos. Es la consecuencia lógica de una educación basada fundamentalmente en "valores" -si es que se les puede calificar así- vanos y efímeros.
Un factor adicional ha venido a incidir en el derrumbe de las convicciones de Occidente y ha coadyuvado al tremendo impacto que ha producido el famoso "integrismo islámico" en nuestro "estado de bienestar" -material, que no espiritual-. Me refiero naturalmente al "laicismo" imperante en esta pomposamente denominada sociedad del bienestar. El "becerro" ha desplazado a cualquier otra entidad superior, porque evidentemente cualquier atisbo de trascendencia es un factor limitante al consumismo exacerbado, y eso el "becerro" no lo puede tolerar.
Volvamos de nuevo la mirada al pasado, a esa maestra de la vida que es la Historia, y que estamos condenados a repetir. La Roma milenaria, aun siendo extremadamente tolerante con las diferentes religiones que fueron adornando la creciente extensión del Imperio, siempre, mientras mantuvo sólidas sus convicciones, tuvo extremadamente claro que la religión Olímpica, heredada de sus patres y forjada en base a influencias etrusco-griegas fundamentalmente, era el vínculo espiritual que mantenía unidos los lazos de la comunidad. La venerada triada capitolina -Júpiter, Juno, Minerva-, junto al denominado culto imperial -no a la persona "física" del princeps, sino al Genius Augusti, su espíritu-, fueron considerados sagrados y su culto público era de índole obligatoria para todo ciudadano romano. Cuando este vínculo religioso se tambaleó, cuando primero las religiones mistéricas orientales, y más tarde el Cristianismo, desplazaron y pretendieron obtener la exclusividad religiosa en la sociedad romana, ésta empezó a resquebrajarse desde sus cimientos.
Ahora en la sociedad occidental nos encontramos en una tesitura muy similar. No existe ninguna entidad de carácter superior, trascendente, llámese dios, deidad, divinidad, numen,..., que esté por encima del ínclito "becerro". La economía especulativa es la "nueva religión", pero sin valores espirituales, trascendentes y perdurables que la sostengan. Ningún acto es censurable, ni condenable, la iniquidad es un término anquilosado, y los valores espirituales comienzan a sonar a "monserga de predicadores iluminados". Todas las grandes civilizaciones del pasado tuvieron un fuerte componente religioso, siendo éste uno de los pilares sobre los que se construía el edificio comunitario, y olvidamos a menudo que el propio Occidente actual se edificó, entre otras cosas, sobre valores morales cristianos, valores que ahora el "becerro" se empeña en inmolar cuando éstos han dejado de ser útiles a sus propósitos.
Occidente, cuna de tantos humanistas y pensadores, necesita urgentemente nuevas ideas, una bocanada de aire fresco que limpie la fetidez del irrespirable aire que nos inunda y nos ahoga, y que nos postra cada vez más a los pies de un ídolo con pies de barro: el "becerro de oro".
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