sábado, 14 de febrero de 2015

De la génesis del Romanticismo en el arte

Si hubiera que definir en una sola frase el Romanticismo como concepto estético o incluso como simple idea, podríamos hacerlo como “el triunfo del sentimiento sobre la razón”, toda una declaración de intenciones que, por supuesto, encierra un cúmulo de significantes y significados que van más allá del encorsetamiento de una mera y estricta definición conceptual.

Como gran parte de las ideas en la larga historia de las ideas humanas, el movimiento romántico surge dentro de un contexto histórico tumultuoso, de revoluciones y profundos cambios en la sociedad occidental, pero ante todo nace como contraposición al racionalismo ilustrado imperante hasta entonces. Frente a la objetividad racionalista, la subjetividad intuitiva. El hombre romántico es un individuo que llora, que se estremece, que valora la experiencia de los sentidos como la única verdadera. Todo ello implica profundos cambios en la propia concepción de la belleza.

Si tuviéramos que poner un origen al Romanticismo en la música -otra vez los rígidos encorsetamientos racionales-, muchos coincidirían en señalar como tal la creación de la Tercera Sinfonía en mi bemol mayor, op. 55, llamada “Heroica”, de Ludwig van Beethoven (1770-1827). La partitura, compuesta en 1803, supone ya de partida una ruptura en lo formal, redefiniendo el concepto mismo de sinfonía hacia algo nuevo, hacia lo que será la composición sinfónica moderna: su estructura en cuatro movimientos -con la inclusión singular de una Marcha Fúnebre como segundo movimiento-, su extensa duración (45-50 minutos), el significativo peso de los instrumentos de viento, el enorme rango de tonalidades presentes, la aparición de un "leitmotiv" como hilo conductor (el ideal heroico napoleónico),…

Trompa y trompeta son los protagonistas instrumentales claves ya desde el primer tema del primer movimiento (Allegro con brio), lo que traducen perfectamente en un carácter heroico presente en toda la composición. El frenesí que se aprecia en las sucesivas modulaciones tímbricas es ya genuinamente “romántico”, lejos del clasicismo atemperado de las sinfonías de Haydn o Mozart.

Pero el sentimiento romántico supone ante todo una mirada hacia el interior, hacia ese misterio insondable de la condición humana, ese vacío que despierta sentimientos aterradores pero a la vez sublimes. Es entonces cuando nos encontramos con el estremecimiento del que antes hablábamos, con esa soledad atemporal que, sin embargo, evoca también una mirada hacia el pasado, hacia lo que tal vez pudo ser y no fue (la nostalgia es también un sentimiento típicamente romántico).

Todo ello se revela de una manera brillante en la célebre Marcha Fúnebre, escrita en la tonalidad de do menor, cuyo carácter sombrío viene ahora sostenido por las cuerdas graves. Es ahí, en las profundidades abisales de lo ignoto, en donde penetra el genio de Bonn con una maestría excepcional sólo al alcance de los elegidos. Viento y cuerdas se entrelazan en una agonía de sobrecogedor sufrimiento, porque esos nuevos ideales de belleza románticos socavan los sólidos cimientos de la concepción clásica de lo bello. Ahora, lo terrible, lo sobrecogedor, lo enigmático… son también bellos, o mejor dicho, sublimes.

Inaugura así Beethoven una composición muy del gusto romántico, que luego otros compositores posteriores, como Chopin (3º mov. de su sonata para piano nº 2, op. 35), Wagner ("Marcha fúnebre de Sigfrido" de su ópera El ocaso de los dioses), o Mahler (Trauermarsch de su 5ª sinfonía), retomarán para crear nuevas obras maestras en la historia de la música.

Beethoven: Sinfonía nº 3 - 2º mov. Marcia funebre. Adagio assai

Chopin: Sonata para piano nº 2 - 3º mov. Marcha funebre. Lento

Wagner: El ocaso de los dioses - Acto III - Trauermarsch

Mahler: Sinfonía nº 5 - 1º mov. Trauermarsch

Los diversos y sucesivos "crescendos" a los que conducen inequívocamente las variaciones del tema principal, y que culminan en éxtasis orquestal, cortado súbitamente por las cuerdas graves, anticipan un rasgo característico de las futuras sinfonías beethovenianas y, por supuesto, también de la obra wagneriana. El corto pero intenso scherzo lleva sin solución de continuidad al cuarto movimiento, un allegro molto compuesto por una serie de variaciones sobre un tema utilizado previamente en el ballet Las criaturas de Prometeo, op. 43, de múltiples matices cromáticos, que culminan en un solemne Poco Andante que va elevándose hasta el Presto final sostenido por trompas y timbales. A pesar de sus múltiples variaciones tímbricas y tonales, todo el entramado arquitectónico de esta monumental sinfonía obedece a una unicidad tal que, como expresaría acertadamente Antonio Salieri acerca de la obra mozartiana en la celebérrima película Amadeus: "cambias una nota y empeora sensiblemente… cambias una frase y la estructura se desploma".


Friedrich: El caminante sobre el mar de nubes
La naturaleza y el silencio están también ligados a los nuevos valores del universo estético romántico. El pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-1840) expresa en su conocida obra El caminante sobre el mar de nubes (1818) esos nuevos valores. El primer aspecto singular que llama la atención al contemplar el cuadro es la presencia de un hombre que da la espalda al espectador. ¿Quién es este individuo anónimo? ¿Es el propio pintor o es cualquiera de nosotros? El paisaje adquiere, en cambio, un protagonismo intenso, pero no se trata de un paisaje cualquiera, sino que además encierra un alto contenido simbólico del que ahora hablaremos. Un segundo aspecto que el espectador aprecia inmediatamente en la composición es un cierto aire de melancolía, de nostalgia, de unión con la Naturaleza…

Pero es ante todo un profundo sentimiento espiritual lo que trasluce la obra: es la soledad del alma ante la vastedad de lo ignorado, esa neblina matinal que oculta las rocas emergentes. La oscura y vertical figura, apoyada sobre un bastón –como queriendo expresar la profunda fragilidad humana-, se yergue en acentuado contraste ante un horizontal y etéreo mar de nubes en el que las rocas parecen flotar como ingrávidas, sin que el espectador pueda contemplar su verdadero rostro. En la inmensidad de la Naturaleza contempla directamente al Creador sin las ataduras de los convencionalismos sociales o temporales, es sólo el Hombre atemporal frente a Dios. A lo lejos, donde la vista casi ya no alcanza, una pétrea cumbre se alza, desafiante, por encima de todo lo demás. ¿Contemplará desde allí un alma gemela el mismo paisaje?

El excepcional dominio de la luz de Friedrich le permite resaltar el contraste entra la oscuridad del primer plano -lo humano- y la creciente luminosidad del horizonte infinito -lo espiritual-, en un simbolismo dual que recurrentemente aparece en otras obras del artista alemán. Sin embargo, frente a otras obras en las que Friedrich representa al hombre en una escala diminuta e insignificante frente al paisaje de la omnímoda Naturaleza, aquí la figura humana ocupa casi todo el primer plano. Hay una vez más algo heroico, vitalista y rebelde en ello: la reafirmación del yo individual, otro concepto profundamente romántico.

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