El simbolismo fue un fenómeno surgido en Francia en las últimas décadas del siglo XIX, iniciado en el ámbito literario, pero que pronto se extendió también a las artes plásticas y a otros países del continente europeo. Teniendo como precursores a figuras como Charles Baudelaire, sería el poeta Jean Moréas quien describiría los principios innovadores de esta nueva literatura. En 1886, publicó en "Le Figaro" el conocido como "manifiesto simbolista", según el cual el objetivo principal de los escritores simbolistas ya no era la naturaleza exterior en sí misma, sino la "idea" que se esconde en los fenómenos y detrás de ellos. La forma artística ya no es empleada por los simbolistas sino como medio auxiliar para revelar por esa vía la metafísica y el efecto emocional de la idea.
El arte simbolista significó para muchos intelectuales y artistas una especie de religión sustitutiva, un culto a la belleza de fuerte carga espiritual, que ofrecía resistencia al materialismo y al utilitarismo imperantes en su tiempo. En este sentido, el simbolismo no es un estilo en sentido estricto, sino más bien una postura intelectual "abierta", que se sirve de medios estilísticos muy diferentes, dependiendo de cuáles parezcan los mejores para revestir de una forma plástica el mensaje simbólico que se pretende. Esto significa que una obra simbolista es esencialmente enigmática. No pretende una comprensión intelectual, sino que exige del espectador sensibilidad, pues quiere que éste reviva la misteriosa profundidad de la obra como una visión interior.
Así pues, pintores como Gustav Moureau y Odilon Redon dieron la espalda al realismo, el naturalismo y el impresionismo para llenar sus lienzos con visiones esotéricas y a menudo de gran erotismo. En lugar de los paisajes bañados de luz de un Monet o los temas realistas de un Courbet, los simbolistas recurrieron a la literatura, la Biblia y la mitología griega para expresar una serie de ideas y sentimientos: amor, angustia, muerte, deseo, etc.
Una de las manifestaciones más singulares del Simbolismo fue la creación del Salón de la Rose+Croix en 1892, un grupo con clara dependencia estilística del academicismo y con cierta influencia de los prerrafaelitas ingleses, pero a la vez impregnado por el encantamiento y la necrofilia de Edgar Allan Poe y fascinado por las figuras de Nietzsche y de Wagner. Ha sido considerado como el marco ideológico del Simbolismo y entre sus sentencias estéticas estuvo la de repudiar la pintura histórica, la patriótica y militar, el orientalismo, las escenas rústicas, los bodegones y las flores, apoyando en cambio los temas legendarios, los mitos, las alegorías y los sueños.
El pintor suizo Arnold Böcklin (1827-1901) tuvo una gran repercusión en el grupo de los Rosacruces y ejercería una enorme influencia posterior sobre los surrealistas del siglo XX. En sus cuadros triunfa la combinación del pasado y el presente, del sueño y la realidad, de lo fantástico-visionario y la representación de carácter naturalista en una unidad singular. Seres demoníacos del bosque y del agua y figuras míticas pueblan una naturaleza primigenia que aparece tanto arcaica como atemporal. Su obra maestra, de la que pintó hasta cinco versiones distintas entre 1880 y 1886, es "La Isla de los Muertos", un paisaje posromántico pleno de melancolía, del que el autor quiso que fuera "tan silencioso que uno se asuste cuando llamen a la puerta".
¿Qué se representa en este óleo tan misterioso? ¿Quiénes son esos dos personajes sobre la barca que navega sobre las plácidas aguas? ¿Cuál es esa extraña isla hacia la que se dirigen? Toda la obra transmite intencionadamente un aura de indeterminación, de atmósfera onírica. La interpretación más frecuente es la mitológica, basada en la descripción clásica del descenso de los muertos al Hades o Inframundo. Cuando las almas descendían al Tártaro, el barquero Caronte las transportaba al otro lado del río Estigia (que significa "Odioso"), que linda con el Tártaro por el lado occidental. Un perro de tres cabezas llamado Cerbero custodia la otra orilla del Estigia, dispuesto a devorar a todos los intrusos vivos o a las ánimas fugitivas. Los familiares del difunto colocaban una moneda bajo la lengua del cadáver para así pagar el viaje al avaro barquero. Tres vías posibles aguardaban a las almas tras ser juzgadas: la de los Campos de Asfódelos, si el alma no era ni virtuosa ni mala, la que conduce a los campos de castigo del Tártaro, si era mala; y la que lleva a los jardines del Elíseo, si era virtuosa.
Así pues, sobre las tranquilas aguas del Estigia, en una atmósfera estática impregnada de una luz mortecina, vemos navegar la pequeña barca guiada por Caronte, mientras una figura envuelta en un sudario blanco -el alma del difunto- se yergue de espaldas ante lo que sería su propio ataúd decorado con guirnaldas. Se dirigen a un extraño islote en el que altísimos cipreses -los árboles de los cementerios- se elevan en el centro, mientras enormes farallones de piedra, desgastados por el paso del tiempo, rodean imponentes la isla como custodios de su insondable misterio, horadados por lo que parecen ser nichos, tal vez para albergar las tumbas de los difuntos. La absoluta penumbra del abismo que se oculta entre los cipreses parece atraer la mirada del espectador como si fuera un agujero negro gravitatorio. Todo el óleo transmite, sin duda, la idea perenne de la muerte, pero no de una manera trágica ni dolorosa, sino serena, casi plácida. En cualquier caso, el enigma de su significado se traslada al mundo íntimo del observador, quien debe dar su propia respuesta procedente de su interior a la "llamada" del cuadro.
Una de las manifestaciones más singulares del Simbolismo fue la creación del Salón de la Rose+Croix en 1892, un grupo con clara dependencia estilística del academicismo y con cierta influencia de los prerrafaelitas ingleses, pero a la vez impregnado por el encantamiento y la necrofilia de Edgar Allan Poe y fascinado por las figuras de Nietzsche y de Wagner. Ha sido considerado como el marco ideológico del Simbolismo y entre sus sentencias estéticas estuvo la de repudiar la pintura histórica, la patriótica y militar, el orientalismo, las escenas rústicas, los bodegones y las flores, apoyando en cambio los temas legendarios, los mitos, las alegorías y los sueños.
Böcklin: Autorretrato |
Böcklin: La Isla de los Muertos (tercera versión) |
¿Qué se representa en este óleo tan misterioso? ¿Quiénes son esos dos personajes sobre la barca que navega sobre las plácidas aguas? ¿Cuál es esa extraña isla hacia la que se dirigen? Toda la obra transmite intencionadamente un aura de indeterminación, de atmósfera onírica. La interpretación más frecuente es la mitológica, basada en la descripción clásica del descenso de los muertos al Hades o Inframundo. Cuando las almas descendían al Tártaro, el barquero Caronte las transportaba al otro lado del río Estigia (que significa "Odioso"), que linda con el Tártaro por el lado occidental. Un perro de tres cabezas llamado Cerbero custodia la otra orilla del Estigia, dispuesto a devorar a todos los intrusos vivos o a las ánimas fugitivas. Los familiares del difunto colocaban una moneda bajo la lengua del cadáver para así pagar el viaje al avaro barquero. Tres vías posibles aguardaban a las almas tras ser juzgadas: la de los Campos de Asfódelos, si el alma no era ni virtuosa ni mala, la que conduce a los campos de castigo del Tártaro, si era mala; y la que lleva a los jardines del Elíseo, si era virtuosa.
Así pues, sobre las tranquilas aguas del Estigia, en una atmósfera estática impregnada de una luz mortecina, vemos navegar la pequeña barca guiada por Caronte, mientras una figura envuelta en un sudario blanco -el alma del difunto- se yergue de espaldas ante lo que sería su propio ataúd decorado con guirnaldas. Se dirigen a un extraño islote en el que altísimos cipreses -los árboles de los cementerios- se elevan en el centro, mientras enormes farallones de piedra, desgastados por el paso del tiempo, rodean imponentes la isla como custodios de su insondable misterio, horadados por lo que parecen ser nichos, tal vez para albergar las tumbas de los difuntos. La absoluta penumbra del abismo que se oculta entre los cipreses parece atraer la mirada del espectador como si fuera un agujero negro gravitatorio. Todo el óleo transmite, sin duda, la idea perenne de la muerte, pero no de una manera trágica ni dolorosa, sino serena, casi plácida. En cualquier caso, el enigma de su significado se traslada al mundo íntimo del observador, quien debe dar su propia respuesta procedente de su interior a la "llamada" del cuadro.
S. Rachmaninov hacia 1921 |
El compositor, pianista y director de orquesta ruso Sergei Rachmaninov (1873-1943) compondría en 1909 su poema sinfónico "La Isla de los Muertos" basándose precisamente en la obra homónima de Böcklin, aunque el artista ruso sólo habría podido contemplar en realidad una litografía en blanco y negro del cuadro, no la versión original en color. El compositor afirmaría más tarde que si hubiera visto primero el cuadro original probablemente no habría compuesto el poema pues le había impresionado más en blanco y negro. La obra, de unos veinte minutos de duración, se encuadra dentro de ese epílogo del movimiento romántico tardío que se ha dado en denominar tradicionalmente como Posromanticismo.
El poema comienza con un ritmo de corcheas en un compás de 5/8 que refleja el golpe irregular de los remos de la barca sobre las aguas en una especie de ritmo vital algo tétrico. Esta apertura, con sólo las cuerdas graves, con timbales y arpas al comienzo, es, pues, oscura y misteriosa. Fragmentos de melodías inacabadas se escuchan de manera esporádica como imágenes que tratan de abrirse paso entre la niebla. Un segundo tema que aparece más tarde es una paráfrasis del tenebroso canto del "Dies Irae", aludiendo a la muerte, que Rachmaninov utilizaría a menudo en otras composiciones suyas. Vida y muerte, pues, se entrelazan, evocando un ambiente de paz inquietante. La fanfarria de los metales ayuda a presentar, al fin, la visión majestuosa de la misteriosa isla.
S. Rachmaninov: La Isla de los Muertos, op. 29
Hacia la mitad de la obra, aparece el tema de la vida, más alegre y esperanzador, pasando de la tonalidad inicial de la menor a la de mi bemol mayor. En este pasaje, Rachmaninov se apartaría de la pintura, en un estilo "más rápido, más nervioso y más emocional, en contraste con el trozo inicial, y que no pertenece al cuadro", según describiría el propio compositor en una carta al director de orquesta Stokowski. Finalmente, tras una transición, aparecerá de nuevo en la reexposición el retorno a los ritmos fúnebres del principio y al inexorable compás de 5/8 del imperturbable barquero que parece conducirnos de manera ineludible a nuestro destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario