domingo, 23 de agosto de 2009

De Diógenes de Sinope

Diógenes “el cínico” (ca. 404-323 a.C.) es una de las figuras más enigmáticas de toda la filosofía griega, en gran medida por cuánto sus escritos no han perdurado, y porque sus enseñanzas se han mezclado con las abundantes anécdotas legendarias fruto de su propia existencia singular. En este sentido, es difícil, si no imposible, desligar el Diógenes histórico del mito de Diógenes.

Se trata, por otra parte, de una de las personalidades más originales de todo el pensamiento griego, y aunque podría trazarse tal vez una línea de pensamiento (maestro-discípulo) que fuera desde Sócrates, pasando por Antístenes, el propio Diógenes, Crates, y finalmente Zenón de Ctio (fundador de la escuela estoica), ni la escuela denominada “cínica”, cuyo precursor es Antístenes, puede considerarse estrictamente como tal, ni Diógenes puede entenderse como un simple pensador o creador de una cierta línea de pensamiento o conocimiento, a la manera de Sócrates, Platón o Aristóteles, por ejemplo.

Uno de los primeros problemas con que nos encontramos al profundizar en la figura histórica de Diógenes es la escasez de fuentes. La que se ha convertido en referencia fundamental es la pseudobiografía escrita por el historiador griego del siglo III d.C. Diógenes Laercio. En los diez tomos de su obra doxográfica Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Laercio dedicó el Libro VI completo a la escuela cínica, incluyendo evidentemente a su figura más eminente, su homónimo Diógenes. No obstante, tampoco puede considerarse una biografía como tal, sino más bien un compendio de anécdotas de la vida de Diógenes (algunas más cerca de la leyenda que de la verdad histórica), sentencias del propio Diógenes, comentarios de otros filósofos sobre éste, etc. Por tanto, habremos de movernos por arenas muy movedizas para poder extraer una guía mínimamente fiable sobre los quehaceres y pensamientos de esta figura singular, sin olvidar que, en la exégesis de textos antiguos, el elemento mítico o legendario no se debe despreciar, ya que esconde en muchas ocasiones elementos que coadyuvan al conocimiento de los hechos.

Sus orígenes

Diógenes era natural de Sinope, colonia griega situada en la costa meridional del Ponto Euxino (Mar Negro), en la actual Turquía. Aquí nació hacia el 404 a.C., coincidiendo con el fin de la Guerra del Peloponeso entre atenienses y espartanos. Era hijo de Hicesio, un banquero. Según varias fuentes, su padre, encargado de la banca estatal, falsificó la moneda, por lo que Diógenes tuvo que marchar al destierro con su padre. Otras fuentes le atribuyen la falsificación al propio Diógenes.

El caso es que marchó a Atenas, donde entró en contacto con Antístenes, antiguo discípulo de Sócrates (condenado a muerte en el 399 a.C.), que aunque trató de rechazarlo porque no admitía a nadie en su compañía, le obligó a admitirlo por su perseverancia. Así, una vez que levantaba contra él su bastón, Diógenes le ofreció su cabeza y dijo: “¡Pega! No encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices algo importante”. Desde entonces fue discípulo suyo, y como exiliado que era, adoptó un modo de vivir frugal.

La secta del perro

Pronto a Diógenes se le empezó a conocer con el apodo de “el perro”. En un principio tenía una connotación claramente despectiva, ya que el perro era en la antigua Grecia el animal impúdico por excelencia, pues hacía sus necesidades en cualquier sitio, vivía donde podía y ladraba a quien le apetecía. Según Laercio el término cínicos proviene del nombre del gimnasio de Cynosarges (”del perro blanco”), situado en las afueras de Atenas, dónde conversaba Antístenes. Pero es más probable que fuera Diógenes el primero en recibir tal adjetivo (Kynikos en griego significaba perro), y él halló muy justificado el calificativo y se enorgulleció de él.

Frente al uso de túnica (chitón) y manto (himátion), los cínicos se impondrán como austera y única prenda el basto tejido de estameña: el famoso tribón, que puede doblarse para protegerse del frío y por la noche como cobertor. De Antístenes, aprendió Diógenes que es enseñable la virtud. Que la virtud es suficiente en sí misma para la felicidad, sin necesitar nada a no ser la fortaleza socrática. Que la virtud está en los hechos, y no requiere ni muy numerosas palabras ni conocimientos. Que el sabio es autosuficiente, pues los bienes de los demás son todos suyos. Que la impopularidad (adoxia) es un bien y otro tanto el esfuerzo. Que el sabio vivirá no de acuerdo con las leyes establecidas, sino de acuerdo con la de la virtud (areté).

Así, según cuenta Laercio, al observar a un ratón que corría de aquí para allá, sin preocuparse de un sitio para dormir y sin cuidarse de la oscuridad o de perseguir cualquiera de las comodidades convencionales, encontró una solución para adaptarse a sus circunstancias. Fue el primero en doblarse el vestido, según algunos por tener necesidades incluso de dormir en él. Se proveyó de un morral, donde llevaba sus provisiones, y se acostumbró a usar cualquier lugar para cualquier cosa (como un perro), fuera comer, dormir o dialogar.

El Diógenes satírico

Para comprender el mensaje fundamentalmente crítico y nada conciliador de Diógenes hay que conocer el contexto histórico en que se movía la sociedad griega del momento. En el siglo IV a.C., las polis como Atenas, Esparta, Corinto o Tebas habían entrado en una crisis profunda de sus instituciones; demagogos sin escrúpulos pululaban por doquier, y el afán de notoriedad y de lujo proveniente de las influencias orientalizantes se extendía entre las clases más pudientes. Además, una nueva potencia, Macedonia, iba a someter con puño de hierro a todas las polis, ahogando las escasas ansias de libertad de éstas. Tras la batalla de Queronea (338 a.C.) y el triunfo de Filipo de Macedonia, la antaño hegemónica Atenas no volvería jamás a brillar como en la época de Temístocles o Pericles.

Diógenes se rebela contra los valores de esta sociedad en crisis, caduca y carente de verdadera libertad. Reivindica al individuo sobre una sociedad que ahoga sus ansias de romper las cadenas invisibles a las que se encuentra sometido: el consumo, las convenciones, el progreso, la moral. Para ello, va a utilizar el dardo de la palabra, creando un humor verdaderamente corrosivo, desvergonzado, que va a penetrar en las conciencias de sus congéneres como una cuña que, con el tiempo, hará su efecto. Estoicos, epicúreos, y demás escuelas postsocráticas beberán de sus enseñanzas.

Cuenta Laercio que Diógenes era terrible para denostar a los demás. A la enseñanza de Platón la llamaba tiempo perdido, a las representaciones dionisíacas grandes espectáculos para necios y a los demagogos los calificaba de siervos de la masa. Decía también que cuando en la vida observaba a los pilotos, médicos y filósofos, pensaba que el hombre era el más inteligente de los animales; pero cuando advertía, en cambio, la presencia de intérpretes de sueños y adivinos y sus adeptos, o veía a los figurones engreídos por su fama o su riqueza, pensaba que nada hay más vacuo que el hombre.

Cuando Diógenes fue, en una ocasión, cogido prisionero y vendido como esclavo, le preguntaron qué sabía hacer. El respondió: “Gobernar hombres. Pregunta si hay alguien que quiere comprarse un amo”. Lo compró un tal Jeníades, que lo nombró el tutor de sus hijos. Les enseñó a cuidarse de sí mismos, usando de una alimentación sencilla y bebiendo sólo agua. Los llevaba con el pelo rapado y sin adornos, y los habituaba a ir sin túnica y sin calzado, silenciosos y sin reparar más que en sí mismos en las calles.

La desvergüenza de Diógenes no conocía límites y en una ocasión, al invitarle uno a una mansión muy lujosa y prohibirle escupir, después de aclararse la garganta le escupió en la cara, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio para hacerlo. En otra ocasión, exclamó: “¡A mí, hombres!”. Cuando acudieron algunos, los ahuyentó con su bastón, diciendo: “¡Clamé por hombres, no desperdicios!”. Haciendo honor a su apodo, el perro, no tenía Diógenes ningún recato en solventar sus necesidades básicas en cualquier lugar que fuera menester. Así, al ser increpado por masturbarse sin pudor en medio del ágora, replicó con su habitual desparpajo: “¡Ojalá fuera posible frotarse también el vientre para no tener hambre!”.

Con los famosos o los poderosos tampoco tenía Diógenes ningún recato a la hora de mostrarles su ignorancia. Es conocida la anécdota de su encuentro con Alejandro Magno en Corinto. Cuando el gran rey le concedió lo que deseara, el cínico le respondió simplemente que se apartara, ya que no le dejaba ver el sol. Muy probablemente se trate de una anécdota falsa, pues Alejandro todavía no era el gran rey conquistador de Asia en la época en la que pudo tener lugar dicho encuentro. Fueron también habituales sus desencuentros con Platón, el cual no dudo en denominarle “un Sócrates enloquecido”. Cuando Platón en una ocasión definiera, ante sus discípulos, al hombre como un “bípedo implume”, Diógenes desplumó a un gallo y lo soltó ante sus discípulos, diciendo: “ahí tenéis al hombre de Platón”. Desde entonces, a esa definición se agregó “y de uñas planas”.

¿Qué era lo que buscaba Diógenes con esta actitud irónica y desvergonzada? Reivindicaba, como hemos comentado, al individuo y su libertad, prescindiendo de todo lo superfluo con que la sociedad le ahoga. Pero no se le puede considerar un individuo asocial, en el sentido de que, aunque fuera el primer cosmopolita, nunca abandonó la sociedad para convertirse en un eremita, no huyó a la montaña como un Zaratustra, sino que permaneció entre los hombres cual daimon que agitara sus conciencias. En una ocasión, tras una representación teatral, al salir el público del teatro, se encontraron con Diógenes que entraba en ese momento. Al preguntarle qué es lo que hacía, les contestó: “Esto es lo que llevo haciendo durante toda mi vida”. En efecto, siempre a contracorriente nadó Diógenes, en medio de aguas turbulentas, pero él siempre se mantuvo a flote sin más sostén que su propia conciencia.

Diógenes era sarcástico en las situaciones más insospechadas. Su lengua además de brillante era de un ingenio voraz, sobre todo cuando le censuraban por sus errores del pasado. Así, cuando le recordaron que los sinopenses le habían condenado al destierro, el respondió: “y yo a ellos a permanecer en su ciudad”. Y a uno que le censuraba por haber falsificado la moneda, le dijo: “Hubo una vez una época en que yo era como tú ahora; pero como yo soy ahora, tú no serás jamás”.

La ética de Diógenes

No tuvo, sin embargo, Diógenes intención de crear escuela, es decir, el proselitismo no fue uno de los móviles por los que se moverían los cínicos (en esto también radica su originalidad). Sus enseñanzas no se impartían, como hemos visto, con diálogos o extensos discursos, a través de métodos inductivos como la mayéutica socrática, o a través de silogismos más o menos complejos. Diógenes no creía en la necesidad de crear una Academia como la de Platón, o un Liceo como el de Aristóteles. Para él, la vida era la mejor escuela y el ejemplo de sus actos, la mejor enseñanza para ser un hombre.

Decía Diógenes que hay un doble entrenamiento: el del espíritu y el del cuerpo. En éste, por medio del ejercicio constante, se crean imágenes que contribuyen a la ágil disposición en favor de las acciones virtuosas. Pero que era incompleto el uno sin el otro, porque la buena disposición y el vigor eran ambos muy convenientes, tanto para el espíritu como para el cuerpo. Decía que en la vida nada en absoluto se consigue sin entrenamiento, y que éste es capaz de mejorarlo todo. Que deben, en lugar de fatigas inútiles, elegir aquéllas que están de acuerdo con la naturaleza quienes quieren vivir felices, y que son desgraciados por su necedad. Incluso el desprecio del placer, una vez practicado, resulta muy placentero. Y así como los acostumbrados a vivir placenteramente cambian a la situación contraria con disgusto, así los que se han ejercitado en lo contrario desprecian con gran gozo los placeres mismos (he aquí una máxima que adoptarán luego Zenón y los estoicos).

Acerca de la ley opinaba Diógenes que sin ella no es posible la vida democrática; y que sin una ciudad democrática no hay ningún beneficio del ser civilizado. La ciudad es civilización. No hay ningún beneficio de la ley sin una ciudad. Por tanto, la ley es un producto de la civilización. Se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama, y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio. Decía que sólo hay un gobierno justo: el del universo; y que las mujeres debían ser comunes, sin establecer ningún matrimonio, sino que el que persuadiera a una se uniera con la que había persuadido. Por eso, también los hijos debían de ser comunes. Además de permitir el incesto, no le parecía tampoco impío el devorar trozos de carne humana, como ejemplificaba que hacían otros pueblos.

La muerte de Diógenes

Laercio dice que Diógenes murió tras haber vivido una larga vida (en el 323 a.C., “casualmente” el mismo año que moría en Babilonia el Gran Alejandro). Acerca de su muerte, se cuentan también versiones diversas. Unos dicen que, después de haberse comido un pulpo vivo, tuvo un tremendo cólico y murió a consecuencia de éste. Otros dicen que fue por contener su respiración (algo imposible). Otros que, cuando trataba de repartir un pulpo entre unos perros, le mordieron en un tendón de la pierna y cayó al suelo. El caso es que sus amigos lo encontraron donde vivía por aquel entonces, en el gimnasio a la entrada de Corinto, y lo hallaron envuelto en su ropa y creyeron que dormía. Luego, al levantar el pliegue de su manto, lo encontraron exánime, y sospecharon que había hecho tal cosa con la intención de escapar a lo que le quedaba de vida.

Algunos dicen que, al morir, encargó que lo dejaran sin enterrar para que cualquier animal pudiera alimentarse de él, o que lo arrojasen a un hoyo y le echaran encima un poco de polvo. Pero Laercio cuenta que lo enterraron junto al portón que mira hacia el istmo corintio. Sobre la tumba alzaron una columna, y sobre ella un perro de mármol de Paros. Después le honraron con estatuas de bronce y pusieron esta inscripción:

“Hasta el bronce envejece con el tiempo, pero en nada
tu gloria la eternidad entera, Diógenes, mellará.
 Pues que tú solo diste lección de autosuficiencia a los mortales
con tu vida, y mostraste el camino más ligero del vivir”.

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