viernes, 4 de diciembre de 2009

Del Anillo wagneriano (I): "El Oro del Rhin"

Ante la sublime creación “El Anillo del Nibelungo” (Der Ring des Nibelungen) del compositor alemán Richard Wagner, todas las magnitudes dramáticas y musicales se tornan vanas, no sólo por su extensísima duración (casi 1000 minutos), sino por la profundidad del drama épico, la fuerza de los personajes, la unicidad que transmiten sus distintas partes para conformar un todo, el lirismo y variedad de los leitmotivs musicales que acompañan las escenas, las dimensiones orquestales necesarias para cubrir el extenso registro musical.

Es la orquesta, más gigantesca que nunca en la historia de la música hasta entonces, la que sostiene el drama, la que enlaza un leitmotiv con otro o los combina entre sí, a veces, en una auténtica espiral de frenesí. También la que produce los momentos más sublimes, más apoteósicos, mientras los cantantes se desplazan sobre los motivos musicales con suavidad, sin protagonismos vanos o estridentes, sin recitativos superfluos, sin lugar para el virtuosismo individual de la ópera italiana. En fin, todo en el ciclo del Anillo es de dimensiones sobrehumanas, hasta el punto que parece inaudito que una sola mente pudiera ser capaz de concebir libreto y música, y conseguir esa perfecta simbiosis entre ambas.

Varios aspectos, como la nazificación de la obra durante el régimen hitleriano, el supuesto antisemitismo del propio Wagner, el contexto histórico en el que fue concebida -el nacionalismo romántico alemán-, han contribuido en gran medida a contemplar esta monumental creación artística como una apoteosis del pangermanismo, de sus dioses y héroes, cuando, en realidad, encierra mucho más. En verdad, va más allá de cualquier pueblo, raza, o credo. Es la lucha del hombre mismo con el mundo la que se expresa en estos acordes orquestales y vocales. Las pasiones humanas, sus anhelos, sus frustraciones, sus iniquidades, su ansia de poder, el amor, la lealtad, el honor, todo ello reflejado en unos seres sobrenaturales (que no dejan de ser un reflejo del hombre), míticos sí, pero también humanos, demasiado humanos; y también en los propios hombres que acabarán por desplazar a un segundo plano a los anteriores. Como en casi toda la obra wagneriana, dos temas recurrentes confluyen en el drama musical: el ansia de poder y dominio del mundo, y sobre todo el poder redentor del amor.

Tres son las jornadas por las que transcurre el viaje del Anillo, precedidas por un prólogo introductorio o tarde preliminar: “El Oro del Rhin”. Estas jornadas son: “La Valkiria”, “Sigfrido” y finalmente “El Ocaso de los Dioses”. Comencemos, pues, nuestro viaje con el prólogo comentado.

“El Oro del Rhin” (Das Rheingold)


Wagner presenta aquí su mundo fantástico, dividido en tres planos: el mundo celestial presidido por los dioses supremos, con Wotan como deidad principal; el mundo de las profundidades de la tierra (Nibelheim), donde habitan los elfos negros o nibelungos; y el mundo terrenal, donde los gigantes son guiados por los poderosos hermanos Fasolt y Fafner. Tres esferas que van a enfrentarse por el dominio de un mundo, donde el hombre todavía es figura secundaria (de hecho, no aparece ningún ser humano en esta primera etapa del viaje). En torno a ellos se va a tejer la maldición del Anillo.


La música del preludio es el primer leitmotiv, el del Rhin. Acordes sucesivos se van uniendo paulatinamente en un escenario fluvial donde tres ninfas u ondinas (Woglinde, Wellgunde y Flosshilde) custodian un tesoro fabuloso: el oro del Rhin. Una profecía asegura que aquél que sea capaz de forjar un anillo con este oro, tendrá el dominio del mundo. Pero para forjarlo, deberá renunciar para siempre al amor. La dualidad wagneriana, típicamente romántica, emerge ya desde el comienzo.

Mientras las ninfas juegan en el río, surge la figura enigmática del nibelungo Alberich. La lujuria del enano le lleva a querer atrapar a las ninfas. Éstas se burlan de él y le cuentan la historia del oro. Alberich, herido por el fracaso de sus intentos amorosos, decide renunciar para siempre al amor y se apodera del oro. El trágico destino ha comenzado.

Tras un interludio orquestal, la siguiente escena nos lleva a la altura de las montañas, en cuyo más elevado punto se divisa una fantástica fortaleza, mientras suena majestuoso el tema musical del Walhalla, la morada de los dioses, que será también utilizado durante la obra como leitmotiv de Wotan. La magna obra del Walhalla está concluida al fin. Wotan prometió a los gigantes entregarles a la diosa Freia como premio por tan onerosa construcción. Su esposa, Fricka, le recuerda el precio convenido, pero Wotan no está dispuesto a ceder tan fácilmente un bien tan precioso para los dioses.

La aparición de Fasolt y Fafner, los gigantes, empuñando enormes mazas, se acompaña musicalmente con el rudo y torpe leitmotiv que acompañará a estos seres durante toda la obra. Vienen a reclamar su pago. Pero Wotan no está dispuesto a ceder a Freia, y espera con angustia la llegada del semidios Loge, que le ha prometido resolver el dilema. Sin embargo, el dios supremo está atado a los pactos, a la palabra dada. Nunca se sintió Wotan tan empequeñecido. Los gigantes ansían la belleza de Freia, que para ellos vale más que cualquier fortaleza, fría y gris. Freia es, por otra parte, la guardiana de los manzanos, cuyos frutos confieren la juventud eterna a los dioses. Los gigantes quieren llevarse a Freia cuanto antes, pero los dioses Froh y Donner se interponen, amenazándolos.

En ese instante aparece el astuto Loge, viajero incansable por el mundo. Trae para Wotan un mensaje de las ninfas del Rhin que quieren recuperar el oro. Pero también cuenta como Alberich ha renunciado al amor y ha forjado un anillo para el dominio del mundo. Dioses y gigantes sienten la amenaza que se cierne ahora sobre ellos. Hay que apoderarse del anillo, y Loge utilizará su astucia para hacerlo. Los gigantes deliberan, renunciarían a Freia a cambio del oro. Le conceden a Wotan plazo hasta la noche. O Freia o el oro. Se llevan a la asustada diosa en calidad de rehén.

Se produce entonces un inusitado cambio en los dioses. Una pálida neblina se extiende por doquier y vierte un aire marchito sobre los semblantes de los dioses. Es un presagio de lo que les aguarda si pierden a Freia: el fin de la eterna juventud, ya que sólo ella sabe cuidar el jardín con el fruto divino. Wotan se yergue entonces con resolución: “¡A Nibelheim, el reino de los nibelungos!” Loge le guiará.

Durante el interludio orquestal, el escenario vuelve a cambiar. Nos encontramos ahora en las oscuras profundidades de la tierra. Un rumor creciente de martillos golpeando sobre yunques surge de entre galerías y pasillos subterráneos. El martilleo se apoya, en los últimos compases del interludio, por fuertes ritmos de la orquesta, conformando el leitmotiv de los nibelungos. Alberich reina aquí, en el Nibelheim, como supremo tirano, desde que posee el oro. Ha esclavizado a su hermano Mime y a todos los nibelungos, a los que hace trabajar sin descanso. A Mime le ha encargado forjar un yelmo mágico (el tarnhelm) que permite a su poseedor adoptar cualquier forma y hacerse invisible a voluntad.

Alberich reconoce a los dioses, y aunque desconfía de ellos, el vanidoso deseo de lucir su poder es más fuerte que todo. Los visitantes le adulan. Ha llegado hasta el Walhalla la noticia de la omnipotencia del nibelungo y han descendido al Nibelheim para ser testigos de ella. Hábilmente, Loge le inquiere si no teme perder el poder que ha adquirido y que se lo roben cuando duerma. Alberich le replica entonces que el yelmo le permite adoptar cualquier forma o hacerse invisible, poniéndose a salvo de cualquier peligro. Ante la incredulidad de Loge, Alberich se decide a mostrar su poder. Toma la forma de una gigantesca serpiente ante el pavor de Loge. Pero, le inquiere Loge: ¿y si necesita hacerse infinitamente pequeño? Ríe Alberich que, cayendo en la hábil trampa tejida por Loge, se convierte en un sapo, momento que aprovechan los dioses para atrapar al nibelungo, atarlo y quitarle el yelmo. Alberich ha sido fácilmente engañado, víctima de su propia vanidad.

Tras el interludio orquestal, volvemos al escenario montañoso. Wotan y Loge traen a Alberich fuertemente atado. El enano debe pagar un rescate si quiere ser liberado. Alberich se resigna a ceder el oro, con la esperanza de que, reteniendo el anillo, podrá pronto recuperar el tesoro perdido. Pero Wotan insiste en la entrega también del anillo. Alberich prefiere morir antes que entregar su más preciada joya. Así que Wotan se lo arranca del dedo por la fuerza.

Tras ser liberado, el enano lanza entonces la temible maldición para cualquiera que posea el anillo: “…qué su magia dé ahora la muerte a quien lo lleve. No alegrará a ningún hombre dichoso. Su luminoso resplandor no sonreirá a nadie feliz. A quien lo posea le atormentará la desazón, y a quien no, le corroerá la envidia. ¡Todos ansiarán poseerlo, pero ninguno disfrutará su provecho!…”

Poderoso se siente ahora Wotan, dueño del anillo. Aparecen los gigantes con Freia. Piden su rescate en oro y se les entrega el tesoro del nibelungo, incluido el yelmo. Pero no es suficiente, quieren el anillo que lleva Wotan en su dedo. Wotan se niega y se resiste a entregar lo que tanto poder le ha conferido. De entre las rocas surge entonces Erda, la madre-tierra, que profetiza por vez primera el ocaso de los dioses y advierte a Wotan de la maldición que acarrea el anillo. Abatido y confuso por el mensaje de Erda, Wotan cede al fin, y entrega el anillo a los gigantes. Freia es liberada. Enseguida se enzarzan los gigantes en el reparto del tesoro. La maldición comienza a surtir efecto, pues Fafner mata a su hermano Fasolt para apoderarse del anillo.

Los dioses quedan entonces pensativos, mientras las brumas sofocantes invaden el ambiente, impidiendo ver con claridad el Walhalla. Donner, en uno de los momentos culminantes de la tensión orquestal, llama a los vientos y al trueno, y con un golpe de su martillo disipa la niebla para hacer emerger de nuevo el camino hacia la fortaleza indemne. Suena de nuevo, claro y límpido, el leitmotiv del Walhalla. Wotan y los dioses se dirigen entonces con parsimonia a la divina morada -Loge duda en seguirles-, mientras en la lejanía se escuchan de nuevo los cantos de las ninfas del Rhin que lamentan la pérdida del oro.

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