La segunda jornada del Anillo narra el despertar al mundo del joven Siegfried (Sigfrido), el héroe que no conoce el miedo, que despertará de su profundo sueño a Brünnhilde, y entonces conocerá el temor por primera y única vez, pero también descubrirá el amor. Paulatinamente, los hombres se apoderan del mundo, mientras los viejos dioses, los poderosos gigantes, o los mezquinos enanos se pierden en el olvido.
Los intrincados hilos de la historia del Anillo se cruzan de nuevo en el camino de los personajes, pero son ahora los hombres los que sufrirán la maldición que el negro Alberich invocó para cualquiera que fuera su poseedor. Al contrario que el poderoso Wotan, el inocente y jovial Siegfried no entenderá el poder del Anillo, sólo se dejará guiar alegremente por su fuerza y por su destino.
Siegfried, hijo de Siegmund y Sieglinde, de la estirpe de los welsungos, ha sido criado en una cueva en un sombrío bosque por el enano Mime. El pérfido nibelungo sólo tiene un propósito: utilizar al héroe para robar el Anillo que custodia el gigante Fafner -ahora convertido en temible dragón- en lo más profundo del bosque, y convertirse así en dueño del mundo. Siegfried es ya un muchacho fuerte e impetuoso, que comienza a cuestionarse sus orígenes, preguntas que el enano no sabe o no quiere responder.
Acto I
Más sombrío y pausado se nos presenta el preludio orquestal que en la jornada anterior, como sugiriendo el mezquino cavilar del enano Mime. Suena de nuevo el motivo de los nibelungos, el martilleo que sugiere el trabajo de los hábiles enanos en las profundidades de la tierra. Aparece Mime en una cueva, intentando en vano, sobre el yunque forjar una espada para el muchacho que ha criado (Siegfried). Pero es inútil, todos los aceros que fabrica el tenaz Mime son quebrados con facilidad por el welsungo. Bien sabe Mime que sólo Notung, cuyos pedazos guarda en secreto, podrá servir para que el fuerte brazo del héroe pueda abatir al fiero dragón Fafner. Mas la forja de esta espada está más allá de las habilidades del enano.
Aparece Siegfried cantando al son impetuoso de la orquesta. Trae atado a un oso, con el que asusta burlonamente al enano. El joven muchacho empieza a estar hastiado de la compañía del viejo enano, pues percibe los engaños de éste. Gime y llora Mime, que se queja de la ingratitud de Siegfried. Él y sólo él ha criado al welsungo desde que fuera un niño de pecho, y desde entonces ha velado por él, recibiendo a cambio como recompensa el desprecio del muchacho.
Pero el ansioso joven anhela respuestas que el enano no le proporciona, y cada vez se siente más indignado por las astutas replicas de éste. Siegfried le pregunta, una vez más, quién era su padre, pero el enano la contesta que él es, al tiempo, su padre y su madre, el que le ha criado con tierno amor nunca correspondido. Pero Siegfried sospecha de las mentiras del enano, pues ha visto en el bosque a los animales, y ha observado como las crías se parecen a sus padres. Sin embargo, nada en él se parece al odioso Mime.
Con la fuerza impetuosa de la juventud, Siegfried agarra al enano y le amenaza para que le cuente de una vez la verdad. Entonces el enano le cuenta lo que sabe: tiempo atrás halló en el bosque a una exhausta mujer que gimoteaba, Sieglinde, a la que ayudó a dar a luz a su hijo -Siegfried-, para luego morir. Desconsolado se muestra entonces el muchacho: “¿Entonces mi madre murió por mi?…” Le cuenta también el enano que ella le entregó a su cuidado, pero de su padre nada le dijo ella, salvo que lo habían matado. Siegfried le exige al enano una prueba palpable de la historia que le acaba de contar, y el nibelungo le muestra los restos de la espada que su padre llevó en la última batalla.
Exultante se muestra ahora Siegfried, al tiempo que la orquesta le acompaña al son de las trompetas. Ahora podrá blandir Siegfried su espada legítima, pues el enano le forjará de nuevo la espada, y entonces partirá muy lejos del bosque y se adentrará en el mundo, para no volver a ver al odioso Mime. Corre alegre como un rayo Siegfried hacia el bosque, dejando al enano en la cueva, triste y apesadumbrado por el arduo empeño que ha de realizar.
Aparece en escena entonces Wotan, ataviado con ropajes de vagabundo y un sombrero de ala ancha que le tapa un ojo. Un nuevo tema, sombrío e enigmático, introduce la nueva encarnación de Wotan. Saluda el vagabundo al viejo herrero y le pide la hospitalidad debida al forastero. Mas Mime no está de humor para extraños visitantes. Mucho ha explorado en sus viajes el vagabundo, ofreciendo conocimiento a aquéllos que lo demandaban. Pero Mime no quiere sabiduría ni compañía, sólo desea que le dejen en paz. Le ofrece entonces el vagabundo su cabeza como prenda en un juego de ingenios. Su cabeza será de Mime si no es capaz de responder a las preguntas que el enano le formule.
Acepta el reto el nibelungo, ansioso por librarse del extraño. Tres preguntas formulará a las que deberá contestar con sabiduría y astucia. “¿Qué raza trajina en las profundidades de la tierra?”, inquiere el enano. “En las profundidades de la tierra trajinan los nibelungos”, -suena de fondo el leitmotiv ya conocido desde el prólogo- “…y Nibelheim es su tierra”, contesta el vagabundo, y le relata a Mime brevemente la historia del Oro del Rhin. “¿Qué raza descansa sobre el ancho de la tierra?”, pregunta por segunda vez el enano. “Sobre el ancho de la tierra pesa la raza de los gigantes”, contesta el dios -la orquesta entona ahora el leitmotiv correspondiente-, “…y Riesenheim es su tierra”, y cuenta la lucha fratricida entre Fasolt y Fafner. Finalmente, formula la tercera pregunta un exhausto Mime: “¿Qué raza vive en las alturas cubiertas de nubes?”. Firme y convencido contesta de nuevo el vagabundo: “En las alturas cubiertas de nubes viven los dioses” -suena ahora el tema ya conocido del Walhalla- “…Wotan, Alberich de la luz, gobierna sobre el mundo, con la sagrada lanza que fabricó a partir del fresno del mundo”. Entonces golpea el dios con su arma el suelo y se escucha un trueno subterráneo. Ahora ya no alberga duda alguna Mime sobre quién es su extraño huésped.
Wotan ha resuelto las preguntas y redimido su cabeza. El enano le insta a reemprender su camino, mas el dios cree que, en justa compensación, el enano debe ser ahora quien responda a sus preguntas, en castigo por su falta de hospitalidad. Comienza, pues, Wotan, con la primera de ellas, mientras suena hermoso, por vez primera, el tema de Siegfried: “¿Cuál es la raza con la que Wotan se portó cruelmente, pero cuya vida le es más querida?”. El astuto enano sabe bien la respuesta: “los welsungos, estirpe engendrada por Wotan, de la que nacieron los gemelos Siegmund y Sieglinde. Ambos concibieron a Siegfried, el vástago más fuerte de los welsungos”. Inquiere por segunda vez el dios: “¿Qué espada debe blandir Siegfried que sirva para matar a Fafner?”. Firme y rotundo contesta Mime: “Notung”, y relata la historia de la espada, que fue rota en pedazos por la lanza de Wotan. Finalmente, Wotan hace al enano la tercera y última pregunta: “¿Quién forjará la espada Notung a partir de los fuertes pedazos?” Aterrado, Mime confiesa ignorarlo, ya que si él no puede hacerlo, ¿quién podrá?. Entonces Wotan le contesta que sólo aquél que nunca conoció el miedo podrá forjar de nuevo la espada. Así, pues, ha perdido su ingeniosa cabeza Mime en el juego, mas el dios se muestra clemente. Dejará en prenda la cabeza del enano para aquél que nunca conoció el miedo, y sale el dios riendo en sonoras carcajadas, mientras queda Mime tendido en el suelo, casi aniquilado.
Regresa el alegre Siegfried en busca de su espada, y encuentra a Mime casi delirando, repitiendo las palabras de Wotan: “…sólo quien nunca conoció el miedo podrá forjar Notung de nuevo”. Mas Siegfried no sabe qué es “eso” del miedo y, por tanto, desconoce el significado de estas enigmáticas palabras. El enano intenta explicárselo, y astutamente agrega que, sin duda, el dragón Fafner le hará conocer lo que es el temor. Siegfried pide al enano que le guíe a la cueva del dragón en el bosque para así conocer eso tan extraño que es el miedo. Como Mime es incapaz de forjar la espada, decide hacerlo él mismo.
La orquesta suena ahora impetuosa y agobiante, mientras se afana Siegfried sobre fuego, fuelle y martillo, para forjar, a partir de los trozos, el acero paterno. Entretanto, cavila el mezquino enano cómo podrá obtener el Anillo, una vez que Siegfried mate a Fafner. Una pócima elaborará con sus artes, en forma de bebida refrescante, para sumir en eterno sueño al héroe y obtener lo que tanto anhela. Canta ahora exultante el joven Siegfried mientras trabaja el duro acero sobre el yunque, al son de una orquesta que acompaña los poderosos martillazos del welsungo. La obra está concluida al fin. Blande el héroe el reluciente acero y exclama: “¡Notung, Notung, espada temible!, vuelves a estar en tu empuñadura…”, y de un solo mandoble parte el yunque en dos, mientras toda la orquesta estalla, al unísono, en frenético éxtasis. Al bosque parte raudo el joven Siegfried, a enfrentarse al temible dragón Fafner.
Acto II
Sobre el tenue y sombrío bajo continuo de las cuerdas, suenan timbales y trompas para componer el inquietante leitmotiv del dragón Fafner, que recuerda al de los gigantes, pero amplificado ahora a la magnitud del temible ser que custodia el tesoro nibelungo. Brillante es en este preludio el contraste musical entre la tensa agitación de las cuerdas, y los lentos y pausados golpes de la percusión, junto a las esporádicas apariciones con motivos in crescendo de trompas, trombones y trompetas.
En el bosque, de noche, monta guardia ante la cueva del dragón -Niedhöhle-, el astuto enano Alberich, que aguza temeroso el oído, siempre anhelando el tesoro perdido. Aparece entras las sombras Wotan, de nuevo como errante vagabundo, mas el viejo Alberich lo reconoce al instante. Asustado, el enano le recuerda al dios sus pasadas intrigas. Cree que ha venido para arrebatarle, de nuevo, su Anillo, y le rememora el pacto que suscribió con los gigantes, que está obligado a cumplir para no perder su poder. Pero el sagaz enano conoce las debilidades de los dioses, y amenaza a Wotan: “Si él recuperara el Anillo… ¡temblarían los dioses en el Walhalla!”
Advierte Wotan a Alberich que su hermano Mime conduce hacia allí a un joven héroe para que mate a Fafner por él, y convertirse así en el dueño del Anillo. El nibelungo utiliza al héroe para sus propios fines, pues el joven e inocente Siegfried nada sabe del poder del Anillo. Por tanto, su único rival por el Anillo es Mime. Le sugiere el dios entonces que avise a Fafner de la amenaza que se cierne sobre él, y a cambio, le pida el Anillo como recompensa. Despiertan al soñoliento dragón, pero Fafner no se inmuta ante las advertencias, seguro de su omnímodo poder, y despacha con desprecio a sus molestos visitantes. Se retira un sonriente Wotan, dejando a un preocupado Alberich, nuevamente, burlado.
Mientras clarea ligeramente y se vislumbra el próximo amanecer, llegan ante la cueva Mime y Siegfried. Suena de nuevo el tema del preludio orquestal, el leitmotiv del dragón. Es aquí donde aprenderá el miedo, le asegura el enano al joven Siegfried. Mime se aleja entonces a una fuente cercana, y Siegfried queda sombrío y meditabundo. Solo se siente en el vasto mundo el welsungo, mientras un nuevo motivo entonan las cuerdas, que cantan el amanecer de un nuevo día en lo profundo del bosque. ¿Qué aspecto tendría su padre?, se pregunta Siegfried, ¿y su madre?, ¿serían hermosos?, ¿se parecerían a él? Queda dormido brevemente el joven héroe, arrullado por la bellísima melodía que interpretan los violines.
Suena, de repente, en el silencio del bosque, la música de una flauta que representa a un alegre pajarillo. Es una nueva y alegre melodía, que despierta y cautiva a Siegfried. Quiere imitarla el muchacho, e improvisa torpemente con una caña una flauta, mas sus soplidos no obtienen de ésta sino desafinados tonos. Decide entonces probar con su cuerno. Nace así la famosa llamada de Siegfried, un sonido alegre y silvestre cuyo eco resuena en todo el bosque, que caracterizará al joven héroe.
Despierta, al fin, el dragón, que sale de la cueva para refrescarse como cada mañana en la fuente cercana. Sin sentir temor alguno, Siegfried entabla combate con la horrible bestia, clavándole la espada en el corazón. El agonizante dragón le cuenta a quién ha abatido: el último de los grandes gigantes, pues su hermano Fasolt ya murió tiempo atrás por el oro maldito de los dioses. Cuando arranca Siegfried la espada Notung del cuerpo del dragón, sus dedos se manchan de la ardiente sangre de la bestia, y para aplacar el escozor se los lleva a los labios…
De inmediato, sorprendentemente, comprende Siegfried el canto de los pájaros y la voz que desde las altas ramas le habla -un pajarillo con voz de soprano-. El pájaro le cuenta que es ahora dueño del tesoro de los nibelungos: con el Tarnhelm o yelmo mágico podría realizar hazañas maravillosas, y con el Anillo sería dueño del mundo. Entra Siegfried en la cueva para obtener el tesoro, y reaparece Mime para comprobar la muerte de Fafner, pero Alberich le cierra el paso, y el antiguo odio entre hermanos desata una breve pero violenta disputa.
Cuando Sigfrido reaparece con el yelmo y el Anillo, cuya utilidad ignora, los nibelungos se ocultan, y en la calma del bosque se escucha de nuevo el canto del pajarillo, que le advierte que no confíe en el traidor Mime. Por haber bebido la sangre del dragón, ahora podrá entender lo que el enano piensa realmente en su negro corazón. El héroe comprende, y se guarda de las lisonjas de Mime. En la conversación que sigue, Mime, sin quererlo, revela sus verdaderas intenciones: lo ha utilizado para recuperar el Anillo y piensa matarlo para quedarse con él. Le ofrece entonces una bebida refrescante, que es, en realidad, una pócima venenosa para sumirlo en un sueño eterno. Siegfried, exasperado, mata finalmente al odioso enano con la espada Notung.
Exhausto ha terminado el welsungo. Se recuesta sobre un viejo tronco y entabla nuevamente conversación con el alegre pajarillo. Lo que más anhela es una compañía, pues se siente más solo que nunca en la vastedad del ancho mundo. Le pregunta al pájaro si le concederá un buen compañero. Anhela el consejo de su nuevo amigo, pues no sabe qué ha de hacer. Canta entonces el pajarillo: “…en lo alto de una roca duerme, con el fuego ardiendo a su alrededor, la mujer más maravillosa del mundo. ¡Si atravesara las llamas y despertara a la doncella, Brünnhilde sería entonces suya!”. El propio pajarillo le enseñará el camino. Se levanta, feliz y radiante, el héroe al escuchar el prometedor mensaje. Su ardiente deseo es ahora incontenible. Exultante parte presto el joven héroe a cumplir con su destino…
Acto III
El preludio orquestal es sostenido por las cuerdas para dibujar un nuevo tema, pero toda la orquesta se une pronto en un crescendo de gran dramatismo, que culmina con la aparición en escena de un tormentoso, nocturno y abrupto paisaje. Con fuertes voces llama Wotan a Erda, la madre primigenia, para que despierte de su letargo. Desde las profundidades de una oscura gruta asciende entonces Erda, envuelta en un pálido y azulado resplandor, atraída por la poderosa magia del dios. Se pregunta por qué es arrancada de su sueño. Wotan le cuenta que vagó por el mundo para hacer acopio de conocimiento, pero nadie hay más sabio que ella. Así, pues, para obtener ahora conocimiento, ha despertado a la mujer más sabia del mundo.
Sin embargo, Erda le sugiere que pregunte a las Nornas -las equivalentes nórdicas a las Moiras griegas o a las Parcas romanas, personificaciones del fatum o destino-, que velan mientras ella duerme y tejen valientemente el hilo que ella conoce. Pero Wotan, quiere saber más: ¿cómo detener una rueda que gira? Le cuenta entonces Erda cómo parió una doncella, tras su fugaz unión con el dios, la audaz y también sabia Brünnhilde. ¿Por qué la ha despertado y no ha buscado el conocimiento de la hija de Wotan y Erda? Wotan le relata entonces el destino de la doncella, tras revelarse contra el dios supremo. Sumida en profundo sueño está, en la más alta roca tras una muralla de fuego, y sólo será despertada para amar a un hombre como esposa. Por tanto, ¿de qué valdría preguntarle?…
Confundida se encuentra la sabia Erda, tras escuchar los acontecimientos que le relata Wotan. Extraños le parecen los actos de dioses y hombres. Le pide al dios que la deje volver a su sueño imperecedero, mas el dios sabe que el ocaso de los dioses se acerca, y por el poder que posee sobre el hechizo que le permite despertar a la más sabia, le inquiere una vez más: ¿cómo puede el dios vencer su pesadumbre? Pero la diosa guarda silencio…
Al señorial welsungo deja ahora Wotan su herencia, al más audaz de los jóvenes, Siegfried, que ha encontrado el tesoro de los nibelungos, y despertará a la doncella Brünnhilde, porque el miedo le es ajeno. Entonces, al despertar de la doncella, se obrará el hecho que redime al mundo -el amor-. “Duerme ahora Erda, duerme…”, le insta el dios. “Desciende entonces, Erda, preocupación primigenia, al sueño imperecedero”. Vuelve así a sumergirse en la gruta la diosa, mientras Wotan aguarda al héroe que ya se adivina en lontananza.
Suena de nuevo la melodía del alegre pajarillo que anuncia la llegada de Siegfried. La tormenta cesa cuando aparece éste, y se encuentra con el pensativo vagabundo. Wotan interroga a su nieto y éste le contesta con juvenil ingenuidad. ¿Qué es lo que busca? le inquiere el dios. Una roca rodeada de fuego y sobre ella una mujer, pues así se lo ha dicho un pajarillo, cuyo canto comprende por el efecto de la sangre de un dragón que mató con la espada Notung, forjada por él, pero cuyo remoto origen ignora. Ríe resueltamente Wotan ante las sinceras respuestas del joven héroe.
Pero la impetuosidad del joven insta al viejo vagabundo a que le diga, de una vez, si conoce el camino hacia la mujer, y si no, que deje de hacerle tantas preguntas. Wotan apela a su cordura y le pide paciencia. El dios, cada vez más pensativo, habla de forma enigmática para el héroe. Éste sólo percibe que no quiere contestarle lo único que le interesa: el camino hacia la roca donde, rodeada de fuego, duerme una mujer. Exasperado, el héroe le amenaza, y Wotan se interpone, ahora desafiante con su lanza, entre Siegfried y el camino, en un último intento por retener su dominio. Siegfried lo contempla, extrañado, mas Wotan le advierte -mientras la orquesta evoca la música del último acto de “La Valkiria”- que su lanza ya rompió antaño en pedazos la espada que hoy blande orgulloso.
En lo alto, a lo lejos, se divisan ahora con tenue resplandor las columnas de fuego que rodean a la doncella. El héroe cree llegado el momento de vengarse del enemigo de su padre, y con un solo golpe de Notung rompe la lanza de Wotan. Un relámpago sale de ella, y un trueno estremece el escenario. Resignado, Wotan recoge los restos de su lanza, símbolo del poder y de las leyes. Exclama entonces el dios: “¡Sigue adelante! ¡No puedo detenerte!”. El ocaso de los dioses ha comenzado. Wotan, derrotado, se aleja, mientras el inocente Siegfried, ignorante de lo que ello representa, sólo ve alejarse a su enemigo vencido. La luz que brilla desde lo alto de la roca lo atrae cada vez más, y ya nada se interpone en su camino. Sin temor, escala la roca y se precipita entre las llamas…
Lentamente, reaparece el cielo azul sobre la alta roca. El fuego queda atrás, rodeando la cima sobre la que yace dormida Brünnhilde, tal y como Wotan la dejó al final de “La Valkiria”. Llega Siegfried, exhausto por el esfuerzo, pero maravillado de haber llegado a su ansiada meta. Bellísimos suenan nuevamente los violines que acompañan el deleite del risueño Siegfried al contemplar el páramo venturoso.
Se sorprende entonces el héroe al descubrir cerca una figura humana que yace inmóvil, y junto a ella un corcel, también sumido en profundo sueño. Contempla las armas fulgurantes, y cree que es un hombre en armas. Con sumo cuidado le quita el yelmo, y la rojiza cabellera de Brünnhilde cae sobre hombros y pecho. Luego corta los anillos que atan la coraza. Sin ésta, Brünhilde aparece con un simple traje femenino. Pero al rozar suavemente con su mano el pecho de la doncella, descubre Siegfried que no es un hombre lo que contempla ante sí.
Profundamente conmovido, no sabe qué hacer o decir, y temblando sólo acierta a balbucear: “¡Madre! ¡Madre! ¡Piensa en mí!” Por primera y única vez, a Siegfried le invade un profundo miedo, un desconocido temor. Dubitativo, se decide, al fin, a inclinarse y besar los dulces labios de la doncella. Entonces Brünhilde, lentamente, abre los ojos y se incorpora. Con un ademán solemne saluda al cielo y a la tierra, tan conocidos en otros tiempos. Ya no es semidiosa, ni valkiria, sólo una mujer… estremecida por el primer beso de amor.
El despertar de Brünnhilde es otro de los momentos musicales más hermosos de la obra. Su solemnidad se refleja tanto en su armonía, como en su opulenta y resplandeciente instrumentación. Las cuerdas sostienen de nuevo la melodía, en un motivo in crescendo, acompañado ocasionalmente del dulce tañido del arpa, que culmina con el éxtasis de la agradecida doncella, al saludar al sol, a la luz, al radiante día…
Brünnhilde contempla entonces al héroe que la ha despertado de su largo sueño. El temor inicial se transforma, poco a poco, en fortísima atracción entre ambos. Ni dioses, ni gigantes, ni enanos…, ni siquiera el Anillo, el centro de gravedad del monumental drama wagneriano, va a gravitar, a partir de ahora, sobre la relación entre estos dos seres excepcionales: Siegfried y Brünnhilde, Brünnhilde y Siegfried.
Las llamas de la pasión inflaman a los amantes, que entonan alegremente, al unísono, cánticos de alabanza, ante la dicha que ahora perciben. Y canta un eufórico Siegfried: “Es mía para siempre, siempre mía, mi herencia y mi yo, mi uno y mi todo”, y responde una exultante Brünnhilde: “Es mío para siempre, siempre mío, mi herencia y mi yo, mi uno y mi todo”. Se abrazan y besan, mientras trompas, trompetas, timbales… y luego toda la orquesta se une a ellos para culminar la obra en sublime torbellino.
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