martes, 19 de agosto de 2008

Del mito al logos

Entre las profundas transformaciones que ha sufrido la civilización occidental desde sus orígenes es quizás una de las más singulares, aquella por la que se produjo el titánico salto que lleva desde el mito a la razón. Es harto complicado encontrar las causas precisas que causaron este profundo cambio, aparentemente trivial, pero que ha marcado el devenir de tantos acontecimientos en los siglos y milenios venideros.

No sabemos en realidad, el cómo ni el por qué -más allá de elucubraciones basadas en fragmentos incompletos o en hipótesis con mayor o menor fundamento- pero sí conocemos, de forma aproximada, el cuándo. Hacia el siglo VI a.C., en una serie de colonias del Mediterráneo (fundamentalmente de Asia Menor) se produce una ruptura sobre la forma en que el hombre percibe su realidad y encara su concepción sobre ella.

No se trata, por supuesto, de una ruptura repentina, sino, como casi siempre ocurre en nuestra historia, de un proceso paulatino que fue encaminando los derroteros del pensamiento humano hacia otras vías absolutamente novedosas.

Del mito

Hasta la génesis de ese proceso singular, la realidad caótica del mundo se explicaba a través de la especulación mítica. No se debe, sin embargo, caer en el error de despreciar esta vía como algo puramente irracional, por cuanto es también el pensamiento del hombre el que forjó, a través de muchas generaciones, ese complejo universo mítico para terminar por idear una cosmogonía muy organizada.

El pensamiento mítico, no obstante, al contrario que el pensamiento posterior, digamos “racional”, nunca lo explica todo, no es cerrado en sí mismo. Nos narra una historia llena de sugerencias y evocaciones que apela sobre todo a nuestra fantasía y a nuestra imaginación.

La vía fundamental de transmisión del mito es la poesía, de ahí que sus términos tiendan a ser expresivos, a sugerir, a huir de la precisión, para facilitar una lectura múltiple (casi todos los mitos presentan múltiples variantes). El mito intenta demostrar que el mundo es como es porque debe de ser así. En el ámbito del mito, el orden actual del mundo, logrado generalmente tras un estado anterior de confusión, es el único de los posibles, ya que, si algo no fuera como es, las consecuencias serían desastrosas.

La especulación mítica de los griegos antiguos se conoce a través de los textos del siglo VIII a.C., es decir, de los poemas épicos de Homero (Ilíada y Odisea) y los de Hesíodo (Trabajos y días y Teogonía). No obstante, la tradición mítica es anterior, e incluso sabemos que en Mesopotamia y otras regiones del Próximo Oriente se narraban mitos en fecha mucho más antigua, que han influido en los autores griegos.

En la evolución del pensamiento griego, el interés de autores como Hesíodo por organizar los mitos encubre ya un pensamiento próximo al racional. Detrás de su catálogo de dioses y mitos se halla ya un esfuerzo por especular sobre los orígenes del mundo.
“Antes que todas las cosas fue Caos; y después Gea la de amplio seno, asiento siempre sólido de todos los Inmortales que habitan las cumbres del nevado Olimpo y él Tártaro sombrío enclavado en las profundidades de la tierra espaciosa; y después Eros, el más hermoso entre los Dioses Inmortales, que rompe las fuerzas, y que de todos los Dioses y de todos los hombres domeña la inteligencia y la sabiduría en sus pechos.
Y de Caos nacieron Erebo y la negra Nix, Eter y Hemero nacieron, porque los concibió ella tras de unirse de amor a Erebo.
Y primero parió Gea a su igual en grandeza, al Urano estrellado, con el fin de que la cubriese por entero y fuese una morada segura para los Dioses dichosos.”
(Teogonía de Hesíodo)
Del nacimiento de la filosofía

Pero, en los primeros años del siglo VI a.C., tal vez a fines del VII a.C., en una colonia comercial jonia en Asia Menor, Mileto, que mantenía importantes relaciones mercantiles con diversos enclaves del mar Negro, Mesopotamia, Egipto y el sur de Italia, se originan las primeras manifestaciones de una nueva forma de pensamiento.

En esta próspera colonia, punto de contacto de múltiples corrientes y abierta al tráfico de ideas además del de mercancías, encontramos la prosperidad y ocio necesarios como para que la afición por la especulación intelectual aparezca en una serie de pensadores que pasarían a la historia como los primeros filósofos.

Estos intelectuales fueron abandonando progresivamente -ya hemos comentado que no fue un cambio radical- las soluciones mitológicas tradicionales para investigar de forma desacralizada sobre los problemas del origen y naturaleza del mundo.

Entre las condiciones históricas que pudieron propiciar esta metamorfosis hemos de mencionar, en primer lugar, una condición fundamental: la religión griega carecía de dogmas y de una casta sacerdotal encargada de mantener la ortodoxia (piénsese, en cambio, en la religión católica o en el Islam), como sucedía en otras culturas. De ello, se deduce que las novedades que se produjeran en el campo del pensamiento no atentaban, en principio, con ninguna ideología religiosa intransigente.

Otro hecho importante es el enorme número de migraciones y colonizaciones de los griegos en los siglos VIII y VII a.C. Estas traen como consecuencia el desarraigo de las tradiciones locales, al fundarse enclaves humanos de nuevo cuño. Es curioso que la filosofía no surja en las ciudades más antiguas de la Grecia continental (Atenas, Corinto,…), sino precisamente en tierras de emigrados: las colonias griegas de Asia Menor (Mileto, Efeso) y de la Magna Grecia (sur de Italia). Estas migraciones provocan asimismo que el mundo griego entre en contacto con otras ideas y enriquezca sus puntos de vista. Así, Mileto, la cuna de la filosofía, era una ciudad fronteriza con el ámbito cultural indoiranio.

Ahora bien, este salto alcanzado por los primeros filósofos no significó el abandono completo de las formas de pensamiento anteriores. No olvidemos que filósofos como Anaxágoras en el siglo V a.C., o el mismísimo Sócrates, en el umbral del siglo IV a.C., fueron acusados de impiedad contra los dioses. Por otro lado, autores como el propio Parménides y otros de los denominados presocráticos continuaron, aunque en un marco racional, utilizando el verso épico como forma de expresión de sus pensamientos.

Los contenidos del mito continúan perviviendo en las primeras manifestaciones filosóficas. Así, por ejemplo, cuando Tales de Mileto afirma que todo se origina en el agua y que la tierra flota sobre el agua, no hace sino continuar, traduciéndolos a un nivel racional, los viejos mitos de Océano y Tetis como padres primigenios, o antiguas narraciones del Oriente Próximo.

Las primeras preguntas que se hicieron los jonios serían las siguientes: ¿Podemos deducir la aparente confusión del mundo a algún principio simple y unitario del que proceden las demás cosas? Y si es así, ¿de qué está hecho, en último término, el mundo? ¿Cómo cambió esa unidad originaria para dar lugar a la multiplicidad actual?

Por tanto, estos primeros filósofos consideran que hubo una unidad original –cada uno responderá de forma diferente a la pregunta de cuál era ésta- y establecen en el principio una serie de contrarios, de cuya interrelación se deriva una organización del mundo (racional).

Así, frente a los mitógrafos que ordenaban el mundo como resultado de la voluntad caprichosa de los dioses, los milesios pretenden, por vez primera en la historia, referirse a realidades objetivas y despersonalizadas, aunque naturalmente siguen teniendo un importante componente divino.

¿Del logos al mito?

Sin embargo, hemos tenido que pagar un alto precio por este tránsito hacia el logos. Tal vez, perdimos nuestra capacidad de sorprendernos, nuestro anhelo de trascender… al instalar la razón en el trono de una efímera sabiduría. Ya no sentimos la rabia de Aquiles al conocer la muerte de Patroclo, ni maldecimos su furor cuando el pélida desata las rodillas del valiente Héctor, domador de caballos. Algunos dirán: ¡Sí, nos hicimos adultos! Homero sólo era un niño que chapoteaba al borde de un océano de vagas leyendas, jugando a semidioses y héroes…

No sabemos cómo se produjo ese tránsito del mito al logos, ese viaje de una sola dirección, hacia un destino igualmente desconocido. Pero cabe preguntarse también: ¿es un viaje sin retorno?

Ciertamente, ha habido períodos de nuestra historia donde el vaivén de nuestras emociones ha intentado, en vano, desmontar al logos de su trono. No en vano, tras la Ilustración, surgió el Romanticismo, en un intento de resucitar leyendas ya olvidadas y aflorar las pasiones que antaño movían nuestros pasos.

Pero, me refiero a un auténtico retorno, a un viaje de regreso: del logos al mito, a nuestra primera juventud, cuando los aedos aún se paseaban por nuestras costas, recitando los épicos hexámetros homéricos y nos creíamos capaces de emular a héroes como Heracles, Perseo, o el mismísimo Aquiles, el de los pies ligeros.

domingo, 3 de agosto de 2008

De lo sublime y de los pintores visionarios

Hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, el neoclasicismo, ya amanerado y puesto en entredicho, comienza a mezclarse y confundirse con un nuevo movimiento: el romanticismo. Es la época de crisis del racionalismo ilustrado, constreñido a la normativa clásica y a la razón, y algunos autores comienzan a promover la imaginación y la libertad creativa frente a la rígida norma, con una revalorización de la Edad Media y del gótico.

Es en este momento cuando surgen los denominados pintores visionarios, que transformaron la realidad al tomar elementos suyos y combinarlos, muchas veces de una forma paradójica, o en sus momentos más atroces. Estos artistas, contemporáneos entre sí, fueron el inglés William Blake (1757-1827), el suizo afincado en Inglaterra Johann Heinrich Füssli (1741-1825) y el español Francisco de Goya (1746-1828), a los que habría que añadir al escultor e ilustrador John Flaxman (1755-1826).

Todos ellos traspasaron los límites racionales para llegar a la plasmación de la visión, de lo fantástico y de lo onírico, tanto en sus cuadros como en sus grabados. Se opusieron así a la estricta normativa clásica y a la concepción de belleza universal y única, al ofrecer un nuevo espectáculo en sus obras, basado en la fantasía, lo sensible, la diversidad de la realidad, y hasta la representación de lo horrendo y la pesadilla.

Edmund Burke y su concepto de lo sublime

La aportación fundamental en este período a la concepción de los fenómenos estéticos hay que atribuirla al político, historiador y filósofo de origen irlandés Edmund Burke (1729-1797). Su obra Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757) supuso un punto de referencia indiscutible a la hora de abordar el concepto de belleza y lo bello singular, en tanto que antecedente de la estética de Kant, del que no puede prescindirse.

Acerca del concepto de lo sublime, Burke escribe: “Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime; esto es, produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir. Digo la emoción más fuerte, porque estoy convencido de que las ideas de dolor son mucho más poderosas que aquellas que proceden del placer.”

Para Burke, lo que hace de ordinario que el dolor sea más doloroso, si se puede decir así, es que se considera como un emisario del rey de los terrores. Cuando el peligro o el dolor acosan demasiado, no pueden dar ningún deleite, y son sencillamente terribles; pero, a ciertas distancias y con ligeras modificaciones, pueden llegar a ser deliciosos.

Y continúa Burke: “Las pasiones que pertenecen a la autoconservación son aquellas que se relacionan con el dolor y el peligro. Son dolorosas simplemente cuando sus causas nos afectan inmediatamente; son deliciosas, cuando tenemos una idea de dolor y peligro, sin hallarnos realmente en tales circunstancias. No he llamado deleite a este placer, porque está relacionado con el dolor, y porque es lo suficientemente diferente de cualquier idea de verdadero placer. Todo lo que excita este deleite, lo llamo sublime. Las pasiones que pertenecen a la autoconservación son las más fuertes de todas.”

Según Burke, la pasión causada por lo grande y lo sublime en la naturaleza, cuando aquellas causas operan de forma más poderosa, es el asombro; y el asombro es aquel estado del alma, en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado de horror. Es en este momento cuando la mente, al estar tan llena de su objeto, no puede reparar en nada más, ni tampoco razonar sobre el objeto que la absorbe. De ahí nace el gran poder de lo sublime, que, lejos de ser producido por nuestros razonamientos, los anticipa y nos arrebata mediante una fuerza irresistible. El asombro es, por tanto, el efecto de lo sublime en su grado más alto; los efectos inferiores son admiración, reverencia y respeto.

No hay pasión que robe tan determinadamente a la mente todo su poder de actuar y razonar como el miedo. Pues el miedo, al ser una percepción del dolor o de la muerte, actúa de un modo que parece verdadero dolor. Por consiguiente, todo lo que es terrible en lo que respecta a la vista, también es sublime, esté o no la causa del terror dotada de grandes dimensiones o no; es imposible mirar algo que puede ser peligroso, como insignificante o despreciable.

Burke piensa que para que una cosa sea muy terrible, en general, parece que sea necesaria la oscuridad. Cuando conocemos todo el alcance de cualquier peligro, y cuando logramos acostumbrar nuestros ojos a él, gran parte de nuestra aprensión se desvanece. Parece obvio el considerar cuánto acrecienta la noche nuestro horror, en todos los casos de peligro, y cuánto impresionan las nociones de fantasmas y duendes, de las que nadie puede formarse ideas claras, a aquellas mentes que dan crédito a los cuentos populares concernientes a este tipo de seres.

Así, podríamos recapitular que, según Burke, serían fuentes de lo sublime: el temor, la oscuridad, el poder, las privaciones (vacuidad, soledad, silencio), la grandeza de dimensiones, la infinidad, la magnificencia, la dificultad…

En cuanto al concepto de belleza, Burke entiende por ésta “…aquella cualidad o aquellas cualidades de los cuerpos, por las que éstos causan amor o alguna pasión parecida a él”. Considera Burke la belleza diferenciada de lo sublime y, en conjunto, las cualidades de aquélla, como son cualidades meramente sensibles, serían las siguientes: primero, ser comparativamente pequeño; segundo, ser liso; tercero, presentar una variedad en la dirección de las partes; cuarto, no tener estas partes angulares, sino entrelazadas, por así decir, unas con otras; quinto, tener un perfil delicado, sin ninguna apariencia destacable de fuerza; sexto, ser de colores claros y brillantes, pero no muy fuertes y resplandecientes; séptimo, o de ser su color resplandeciente, que se halle diversificado con otros.

Por consiguiente, para Burke, existe un contraste notable entre lo bello y lo sublime. Son ideas de naturaleza muy diferente, ya que una se funda en el dolor, y la otra en el placer. No obstante, en la infinita variedad de las combinaciones naturales, no ha de extrañarnos encontrar aquellas cualidades de las cosas más alejadas unas de otras, unidas en el mismo objeto. Tampoco ha de extrañarnos encontrar combinaciones de la misma clase en las obras de arte.

Blake y su teología cosmogónica

Blake-Beatriz dirigiéndose a Dante
William Blake fue un librepensador poeta y un pintor que gustó de ilustrarse él mismo sus libros, como si se trataran de códices miniados medievales, y en el que resulta imposible desvincular su pintura de la literatura, pues constituyen un conjunto muchas veces indivisible. De vida excéntrica, usó de la Biblia como fuente principal de inspiración, sin olvidarse nunca de la mitología grecorromana, y también se embebió con la lectura de Dante, Shakespeare, o Milton, libros que luego ilustraría con su estilo personal (por ejemplo, la Divina Comedia).

“Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito. Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna.”
(De Las bodas del cielo y el infierno, 1793)

Blake-El gran dragón rojo y la mujer vestida de sol
Frente a la razón y al único canon de belleza, Blake opuso la imaginación, que llegó a identificar con la eternidad, con lo infinito y con lo eterno. Desbordó la imagen clásica y derivó hacia lo sublime, que a la vez es un elemento de lo pintoresco. De aquí que se le quiera entender como un revolucionario y un visionario precursor del romanticismo y desdeñoso del excesivo racionalismo de su época.






Blake-Elohim creando a Adán
La obra artística de Blake es, sobre todo, la de un ilustrador de libros, la de un iluminador a mano de estampas. Es evidente la influencia de las miniaturas medievales en sus obras, así como la de Miguel Angel, a quien simplificó al máximo, y la aparentemente contradictoria de los pintores góticos, llegando de este modo a soluciones totalmente eclécticas.






Blake-Newton
Blake creó auténticas imágenes de personajes alegóricos, a veces basados en nombre de personalidades históricas como Newton y Nabucodonosor, en otras ocasiones imaginados, a medio camino entre los bíblicos y los dioses y héroes mitológicos del Olimpo. Así, al genial físico inglés lo representa cual figura hercúlea y héroe o divinizado, absorto en medirlo todo, sentado en una roca para limitarlo geométricamente. Trabaja, cual si fuera un nuevo Dios creador miguelangelesco, en medio de la noche en un ambiente atemporal.


Blake presta una atención básica a la anatomía y su dibujo destaca la musculatura, así como las actitudes apasionadas, terribles, con algo de retórica teatral. Sus obras no reflejan, en general, el equilibrio y la moderación severa, sino los movimientos trascendentales y dramáticos, tensos y hasta violentos, tanto físicos como espirituales.

Füssli y el mundo onírico y mágico

El suizo Johann Heinrich Füssli presenta una línea parecida a la de Blake, aunque bastante más teatral. Formado en el ambiente cultural prerromántico del Sturm und Drang (”Tempestad e ímpetu”), su obra -inspirada en la literatura de Homero, Dante, Milton, Goethe y Shakespeare- combinó elementos tomados de la realidad de una forma paradójica, en busca de lo bello, sublime y pintoresco. Es un precedente claro del surrealismo.

Como Blake gustó de lo maravilloso y de lo extraño, dando a la sensibilidad la categoría de facultad principal del artista, y así representó diablos, elfos, hadas y brujas. Tanto Blake como Füssli suelen situar sus escenas en un ambiente nocturno o casi de noche (recordemos las ideas de Burke): las horas de los sueños de la imaginación, de la irrealidad, de la poesía. Pero también los momentos más misteriosos que recuerdan la muerte, las pesadillas, lo horroroso… Mientras Blake utilizó luces ambiguas, la crepuscular o la del amanecer, Füssli empleó fuertes contrastes luminosos para expresar el misterio.

Füssli-La pesadilla
Su famoso óleo sobre tela titulado El íncubo, también denominado La pesadilla, representa un pequeño monstruo, una caricatura demoníaca, a la par horrible y hasta cómica y grotesca. Aparece sentado en cuclillas sobre el vientre de una mujer joven y hermosa, que yace tal vez dormida o desmayada (quizás muerta), sobre una cama, mientras la cabeza de un caballo se asoma divertido tras de un cortinón. Aquí la belleza (la mujer), la fealdad y el horror (el monstruo) y la lujuria (el caballo) se dan cita y se encuentran en una escena de esperpento.

Es el universo de la pesadilla nocturna, donde la lujuria se realiza monstruosa y demoníaca en un tiempo indefinible entre el pasado y el futuro, pues, representada la escena en un presente intermedio a modo de pausa, no se sabe si algo ya ha ocurrido o tal vez va a suceder. Formalmente, se juega de un modo antagónico con lo bello, la hermosura femenina, y lo horrible, contraponiéndose ambiguamente dos estéticas diferentes, pero de posible relación. Así, como Burke creía, lo sublime y lo bello pueden convivir en una misma obra.

Füssli-El artista desesperado ante la grandeza de las ruinas antiguas
En el dibujo titulado El artista desesperado ante la grandeza de las ruinas antiguas, Füssli muestra la arquitectura de la antigüedad grecorromana como una cima inalcanzable por su condición colosal (la vastedad como fuente de lo sublime). El artista, que dibuja el pintor suizo, se muestra desolado ante esta misma gigantesca belleza, pero la percibe de una forma ya surrealista. Son los fragmentos de ese clasicismo tan sublime: aquí la escultura de un pie y de una mano, imposibles de reconstruir y de recrear.

Füssli-El silencio
Finalmente, en el óleo sobre lienzo titulado El silencio, una fantasmal figura femenina oculta, abatida, su rostro en el pecho ante un oscuro fondo indefinible, se puede observar de nuevo ese mismo desconsuelo ante una situación imposible de solucionar.










Goya y sus pinturas negras

Goya, al igual que Blake o Füssli, llegó también a la práctica de una pintura visionaria y crítica, en ocasiones pintoresca, y hasta a veces sublime, desde 1792. Ese año contraería una enfermedad que le dejaría sordo y le recluiría en un mundo introvertido. Desde entonces su estilo experimentó un cambio asombroso. Sin embargo, Goya no se inspiraría en los motivos religiosos, ni en la Biblia, ni en la mitología, ni en la literatura, sino que lo hizo directamente en la realidad cotidiana, en el ambiente revuelto que le rodeaba durante esos años difíciles de entre siglos.

De este modo, Goya percibió el elemento demoníaco en la vida misma, en lo atroz, en la miseria humana, en la injusticia, en el hambre, en la guerra, en la superstición, en la brujería, en la incultura…, sin tener que desplazar su imaginación hacia una existencia más allá de lo terrenal. En este sentido, construyó uno de los caminos posibles al romanticismo histórico y hasta se adelantó al expresionismo.

Todo ello lo realizó por medio de sus láminas de Los caprichos, así como a través de Los Desastres de la Guerra, del difícil programa de pinturas negras realizadas para cubrir las paredes de las dos salas principales de su finca de recreo, a orillas del Manzanares, la Quinta del Sordo (traspasadas luego a lienzo y que hoy se pueden contemplar en El Prado), y de los coetáneos grabados titulados Los Disparates.

Si Blake creó una especie de teogonía cósmica, llevando a cabo la representación de una nueva religión falsa híbrida entre la mitología grecorromana y la Biblia, Goya inventará, inspirándose en la realidad envolvente, todo un mundo de personajes populares, que sobresalen por sus defectos y vicios.

Goya-Linda maestra
En la serie de Los Caprichos, 80 estampas grabadas al aguafuerte y aguatinta, hay una auténtica crítica social humorística de las costumbres y vicios de la época. Es un arte comprometido basado en una intención desmitificadora, que relega al hombre a su dimensión demoníaca y que le muestra en su condición animal. Las láminas se acompañan de leyendas o títulos más o menos breves que, a veces, poseen un significado vago, casi enigmático. Las escenas parecen haber sido soñadas en una serie de noches de pesadillas, en donde se dan cita ladrones, brujas, prostitutas, fantasmas y animales fantásticos.

Goya-El sueño de la razón produce monstruos

Estos personajes no son fruto, por tanto, de la observación empírica de la naturaleza, eligiendo los ejemplares más perfectos que ésta crea, sino de la propia acción de la mente en una especie de sueño de pesadillas nocturnas, que “produce monstruos”. No es ahora, así pues, el clasicismo la referencia formal, sino la complejidad de una mente barroca de rebeldía romántica, casi siempre de ambigua lectura.




Goya-Viejos comiendo sopa
Las pinturas negras se relacionan con Los Disparates, guardando una cierta semejanza con sus series de estampas. Poseen su mismo misterio, resultan delirantes. Estos óleos sobre el muro son pinturas rápidas, que rompen con el dibujo a base del color y parecen salidas de una alucinación. Muy empastadas y de temas caprichosos buscan la expresión violenta y desagradable. Es la estética de lo feo (¿de lo sublime?), la ruptura con toda cita clásica.

Goya-Aquelarre
Goya-Saturno devorando a sus hijos
Los fantasmas goyescos de siempre aparecen como motivos principales en estos óleos murales. Sus brujas adoran, una vez más, un macho cabrío, vestido ahora al parecer de fraile, en el Aquelarre. Dos hombres vuelan sostenidos en el aire en Asmodeo o Visión fantástica, mientras que desde la tierra se les dispara. Hay alusiones a la vejez monstruosa en Viejos comiendo sopa. El paso del tiempo se denuncia en el terrible Saturno devorando a sus hijos. En Dos frailes, uno de ellos, de rostro demoníaco, conspira en el oído del otro o parece incitarle al pecado…

Goya-Dos frailes
Al margen de las coincidencias o influencias formales entre el mundo de la cultura artística británica de lo sublime, que representan, principalmente, los mencionados Füssli y Blake, y el de Goya, subsiste al caso la pregunta esencial de por qué o, si se quiere, de su significado. Pese a la enorme distancia que separa el arte de Goya y el de estos artistas ingleses, resultaría mucho más esclarecedor no abordar este asunto sólo desde el punto de vista de la historia de los estilos y sus hipotéticas contaminaciones figurativas, sino desde una perspectiva cultural, la de la cultura de la Ilustración europea y su eventual crisis, o, todo lo más, desde la estética, que comporta, por su parte, el asunto de la crisis definitiva del clasicismo y el nacimiento del arte de la época contemporánea.

sábado, 19 de julio de 2008

De "Así habló Zaratustra", un libro para todos y para nadie

El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) concibió, entre 1883 y 1885, las cuatro partes de Also sprach Zarathustra (”Así habló Zaratustra”), obra enigmática y piedra angular para comprender su filosofía y su pensamiento, y de enorme influencia entre los pensadores del siglo XX. Nietzsche había estudiado filología clásica en Bonn y Leipzig, y, ¡con sólo veinticinco años!, obtuvo la cátedra de lengua y literatura griegas en la Universidad de Basilea y recibió el doctorado por la Universidad de Leipzig, sin examen ni tesis, basándose en sus extraordinarios trabajos sobre las fuentes de Diógenes Laercio.

Es necesario comprender la complejísima mentalidad de Nietzsche para entender su obra. De grandes dotes artísticas y probablemente uno de los mejores escritores alemanes modernos, su estilo, tanto en prosa como en poesía, es apasionado, encendido, y de gran belleza literaria. El conocimiento y el interés por la cultura griega tuvieron un gran papel en su filosofía. Pero el tema central de su pensamiento es el hombre, la vida humana, y todo él está cargado de preocupación histórica y ética. Sufrió una gran influencia de Schopenhauer y de Wagner; y tal vez esto acentuó su significación literaria y artística, y amplió su influencia, que ha sido tan extensa.

¿Quién es Zaratustra?

Nietzsche se sirve de la figura semilegendaria de Zaratustra (o Zoroastro), profeta y fundador del Zoroastrismo en la antigua Persia, como transmisor de sus ideas. Se cree que vivió en el siglo VI a.C. y que los elementos más auténticos de su doctrina están contenidos en los himnos del Avesta. En el mundo griego, esta figura fue conocida sobre todo como filósofo y mago, y se le atribuían extraños milagros y visiones.

El por qué de la elección de tan singular personaje es una cuestión que el propio Nietzsche explica en su obra Ecce Homo: "Zaratustra fue el primero en advertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal, la trasposición de la moral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin en sí, es obra suya. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo…", "…Su doctrina, y sólo ella, considera la veracidad como virtud suprema - esto significa lo contrario de la cobardía del “idealista”, que, frente a la realidad, huye…", "…Decir la verdad y disparar bien con flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende?… La autosuperación de la moral por veracidad, la autosuperación del moralista en su antítesis -en mí- es lo que significa en mi boca el nombre de Zaratustra".

Los cuatro pensamientos clave

Así pues, Zaratustra representa la autosuperación de la moral por la veracidad, y cuatro grandes pensamientos dominan toda la obra formando entre sí un anillo, el anillo del eterno retorno. Estos cuatro pensamientos son: la muerte de Dios, la voluntad de poder, el superhombre, y el eterno retorno de lo idéntico.

Ya en la primera parte del texto, Zaratustra transmite la idea de la muerte de Dios (la frase "Dios ha muerto" es citada por Nietzsche en una obra anterior, La gaya ciencia), y de hecho se extraña al encontrarse con un eremita "que no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto". Si Dios, como fundamento suprasensible y meta de todo lo efectivamente real, ha muerto, si el mundo suprasensible de las ideas ha perdido toda fuerza vinculante, y, sobre todo, toda fuerza capaz de despertar y de construir, entonces ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo que pueda guiarse. La fórmula "Dios ha muerto" comprende la constatación de que esa nada se extiende. Nada significa aquí ausencia de mundo suprasensible y vinculante. El nihilismo, "el más inquietante de todos los huéspedes", se encuentra ante la puerta.

La idea de la muerte de Dios entronca con la hostilidad hacia la moral cristiana. Para Nietzsche/Zaratustra la compasión por el débil es el sumo mal. Así, distingue dos tipos de moral: la moral de los señores, que es la de las individualidades poderosas, de superior vitalidad, es la moral de la exigencia y de la afirmación de los impulsos vitales; y la moral de los esclavos, que es la de los débiles y miserables, y está regida por la falta de confianza en la vida, por la valoración de la compasión, de la humildad, de la paciencia, etc. Es una moral, según Nietzsche, de resentidos, que se oponen a todo lo superior y por eso afirman todos los igualitarismos.

Por tanto, Nietzsche/Zaratustra se opone a todas las corrientes igualitarias, humanitarias o democráticas. Es un afirmador de la individualidad poderosa. El bien máximo y supremo es la misma vida, que culmina con la voluntad de poder. El hombre debe superarse, terminar en algo que esté por encima de él, como el hombre está por encima del mono. Así, el hombre es simplemente un estadio, un "puente" hacia el übermensch (hombre superior o superhombre). Este concepto es probablemente sobre el que gira toda la obra, esto es, la idea de que el hombre es "algo que tiene que ser superado" y esa superación, esa afirmación vital y de voluntad de poder es el "superhombre", creador de su propia moral.

El nexo entre la "muerte de Dios" y el "nacimiento del superhombre" es, por tanto, evidente: Dios ha muerto para que el "superhombre"” viva. Así exclama Zaratustra: "¡Mas ahora Dios ha muerto! Vosotros hombres superiores, ese Dios era vuestro máximo peligro. Sólo desde que él yace en la tumba habéis vuelto vosotros a resucitar. Sólo ahora llega el gran mediodía, sólo ahora se convierte el hombre en superior -¡en señor!".

Esta vida que se afirma, que pide siempre ser más, que pide eternidad en el placer, volverá una vez y otra. Nietzsche/Zaratustra utiliza una idea procedente de Heráclito, la del "eterno retorno" de las cosas. Cuando estén realizadas todas las combinaciones posibles de los elementos del mundo, quedará todavía un tiempo indefinido por delante, y entonces volverá a empezar el ciclo, y así indefinidamente. Todo lo que acontece en el mundo se repetirá igualmente una vez y otra. Todo volverá eternamente, y con ello todo lo malo, lo miserable, lo vil. Pero el hombre puede ir transformando el mundo y a sí mismo, mediante una transmutación de todos los valores, y encaminarse al superhombre. De este modo, la afirmación vital, no se limita a aceptar y querer la vida una sola vez, sino infinitas veces.

La antítesis bíblica

El profundo conocimiento de la Biblia por parte de Nietzsche le lleva a idear el Zaratustra como una antítesis del libro de los libros, no sólo en el sentido ideológico y doctrinal, sino incluso en el literario. Son múltiples las paráfrasis, citas, reminiscencias,… de distintos pasajes de la Biblia, que son utilizados por Zaratustra para transmitir sus pensamientos. Todo ello combinado con una infinidad de recursos retóricos exclusivos, en muchos casos, del idioma alemán, que incluyen la creación de nuevos vocablos, pura invención del propio Nietzsche.

Así, por ejemplo, en el Prólogo, Zaratustra dice: "Yo amo a aquel cuya alma se prodiga, y no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada: pues él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo", que parafrasea el Evangelio de San Lucas, 17, 33: "Quien busca conservar su alma la perderá; y quien la perdiere, la conservará"; o, en el capítulo "De la picadura de la víbora", cuando Zaratustra adoctrina a sus discípulos: "¡Y es preferible que os encolericéis a que avergoncéis a otro! Y si os maldicen, no me agrada que queráis bendecir. ¡Es mejor que también vosotros maldigáis un poco", antítesis del Evangelio de San Mateo, 5,44: "Bendecid a quienes os maldicen"; o también, en la segunda parte de la obra, en el capítulo "De grandes acontecimientos": "…se difundió el rumor de que Zaratustra había desaparecido; y cuando se preguntaba a sus amigos, éstos contaban que se había embarcado de noche sin decir a donde iba", se alude a la acción realizada por Jesús de apartarse de sus discípulos y dejarlos solos (Evangelio de San Juan, 6, 15: "Jesús… se retiró otra vez al monte, él solo"), etc.

El mismo Zaratustra se convierte, de esta forma, en un nuevo Jesucristo, que, al contrario que éste, no predica la venida de "El Reino de los Cielos", sino la afirmación del hombre, de lo mundano, lo terrenal, en definitiva, "El Reino de la Tierra".

El Zaratustra según Nietzsche

Para el propio Nietzsche va a significar esta obra un hito fundamental en su extensa producción. En Ecce Homo le dedica uno de sus capítulos y en el prólogo de dicha obra escribe: "Con él (el Zaratustra) he hecho a la humanidad el regalo más grande que hasta ahora ésta ha recibido. Este libro, dotado de una voz que atraviesa milenios…".

Considera Nietzsche al Zaratustra como música, ya que ciertamente una de sus condiciones previas fue un renacimiento en el arte de oír. El concepto de lo "dionisíaco" se volvió aquí para Nietzsche acción suprema, de forma que, según él, todo el resto del obrar humano aparece pobre y condicionado. Antes del Zaratustra no existe, para Nietzsche, ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar.

Para Nietzsche, el problema psicológico del tipo de Zaratustra consiste en cómo aquel que niega con palabras y con hechos, en un grado inaudito, todo lo afirmado hasta ahora, puede ser, a pesar de ello, la antítesis de un espíritu de negación. Aquél (Zaratustra) que posee la visión más dura, más terrible de la realidad, aquel que ha pensado el pensamiento más abismal, no encuentra en sí, a pesar de todo, ninguna objeción contra el existir y ni siquiera contra el eterno retorno de éste.

El lenguaje que habla el espíritu de Zaratustra cuando habla consigo mismo es, según Nietzsche, el del ditirambo, o sea aquel ligado a la lírica coral en honor al dios Dioniso. De hecho, la tarea llevada a cabo por Zaratustra es dionisíaca, en el sentido de que necesita de una fuerza vital básica e incontrolada que va más allá de la razón, el orden o la belleza típicamente apolíneos (la dualidad Apolo-Dioniso va a ser una constante en la obra de Nietzsche).

En lo relativo a la palabra "superhombre", ésta designa, para Nietzsche, un tipo de óptima constitución, en contraste con los hombres "modernos", con los hombres "buenos", con los cristianos y demás nihilistas, una palabra que, en boca de Zaratustra, el aniquilador de la moral, se convierte en una palabra muy digna de reflexión, y que ha sido entendida casi en todas partes, con total inocencia, en el sentido de aquellos valores cuya antítesis se ha manifestado en la figura de Zaratustra, es decir, ha sido entendida como tipo "idealista" de una especie superior de hombre, mitad "santo", mitad "genio". En realidad, Nietzsche probablemente se refería más a un César Borgia que a un Parsifal…

Nietzsche cuenta entre las virtudes aristocráticas la superación de la compasión. Así, al final del Zaratustra, se describe poéticamente un caso, en el cual un gran grito de socorro llega hasta él cuando la compasión, como un pecado último, quiere asaltarlo y hacerlo infiel a sí mismo. Permanecer aquí dueño de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea propia permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos y mucho más miopes que actúan en las llamadas acciones desinteresadas, ésta es la prueba, acaso la última prueba, que un Zaratustra tiene que rendir su auténtica demostración de fuerza.

"Un viento fuerte es Zaratustra para todas las hondonadas; y este consejo da a sus enemigos y a todo lo que esputa y escupe: ¡Guardaos de escupir contra el viento!"

domingo, 22 de junio de 2008

De Sócrates y la mayéutica

La figura de Sócrates (470-399 a.C.) emerge con brillo inusitado entre el formidable elenco de filósofos que, desde el jonio Tales de Mileto (640-546 a.C.) en adelante, van a “iluminar” el mundo griego y a poner las bases de la filosofía y la búsqueda del conocimiento en Occidente durante siglos. Frente al relativismo de los sofistas, como Protágoras ("el hombre es la medida de todas las cosas"), Sócrates va a revelarse contrario a las enseñanzas de éstos, estableciendo el sentido de la verdad en el pensamiento griego.

Casi todo lo que conocemos de la obra de Sócrates nos ha sido legado por su más afamado discípulo, Platón (427-347 a.C.), en sus conocidos Diálogos (Fedón, Gorgias, Fedro, Protágoras, etc.), ya que el propio Sócrates no escribió nunca nada. Platón hace de Sócrates el personaje principal de sus diálogos, y pone en su boca la filosofía griega, de forma que resulta difícil determinar dónde termina el auténtico pensamiento socrático y dónde empieza la filosofía original de Platón.

La ética socrática

Después del período de los filósofos de la naturaleza como Tales, Anaximandro, Anaxágoras, Demócrito, etc., que se preocuparon por el conocimiento de la naturaleza y por hallar el principio de todas las cosas, los sofistas y también Sócrates van a orientar sus preocupaciones hacia la figura del hombre (la virtud, la verdad, la inmortalidad del alma, etc.).

Sócrates, en particular, considera al hombre desde el punto de vista de la interioridad (”Conócete a ti mismo“) y establece como epicentro de su ética el concepto de areté -virtud-, de tal forma que ésta es la disposición última del hombre, para lo que ha nacido. El hombre, para Sócrates, es malo por ignorancia, esto es, el que no sigue el bien es porque no lo conoce. De ahí, la importancia de conocerse a uno mismo, en el sentido de imperativo moral para que el hombre tome posesión de sí mismo, sea dueño de sí, por el saber.

La mayéutica o “parir la Verdad”

El método inductivo utilizado por Sócrates en los diálogos con sus discípulos es conocido como mayéutica (literalmente “experto en partos”), mediante el cual el maestro extrae, cual “parturienta” -la madre de Sócrates curiosamente había ejercido este oficio-, la verdad a través de un razonamiento dialéctico, basado en preguntas y respuestas, en el que participa activamente el discípulo, es decir, que Sócrates cree firmemente en que el conocimiento de la verdad está ya, de forma innata, en nosotros, y que únicamente es necesario extraerlo mediante el uso de la razón.

Sócrates utiliza, por tanto, una método eminentemente práctico, aunque se apoye en la dialéctica y en la fina ironía, para “extraer” la verdad y establecer así principios universales, oponiéndose claramente a los filósofos sofistas que, utilizando la retórica, plantean discusiones que no conducen a nada, llegando al extremo máximo de convencer al auditorio de algo para, de inmediato, demostrar lo contrario.

Un ejemplo: el Gorgias

El diálogo platónico conocido como Gorgias toma su nombre del filósofo sofista Gorgias de Leontino. Vamos a detenernos, en particular, en el razonamiento que realiza Sócrates frente a su interlocutor, Polo, sobre una cuestión aparentemente trivial: ¿Es preferible recibir una injusticia o cometerla?
 
El maestro plantea a Polo la cuestión inicial del debate:

SÓC. –– Para que lo sepas, respóndeme como si empezando de nuevo te preguntara: ¿Qué es peor, a tu juicio, cometer injusticia o recibirla?
POL. ––Recibirla, según mi opinión.
Polo opina, hasta ahora, que es preferible cometer una injusticia sobre alguien, que recibirla sobre uno mismo. A primera vista, parece una deducción lógica, y muchos de nosotros pensaríamos de idéntica manera. Veamos, no obstante, como Sócrates deriva la cuestión, aparentemente intrascendente, hacia los conceptos metafísicos de bien, mal, belleza, virtud…
SÓC. –– ¿Y qué es más feo, cometer injusticia o recibirla? Contesta.
POL. ––Cometerla.
SÓC. –– Por consiguiente, es también peor, puesto que es más feo.
POL. –– De ningún modo.
SÓC. –– Ya comprendo; crees, según parece, que no es lo mismo lo bello y lo bueno, lo malo
y lo feo.
POL. –– No, por cierto.

Primera contradicción en que “cae” presuntamente Polo. Sócrates pasará ahora a demostrar que éste se equivoca y que lo bello y lo bueno, lo feo y lo malo son una misma cosa.

SÓC. ––¿Y qué piensas de esto? A todas las cosas bellas, como los cuerpos, los colores, las figuras, los sonidos y las costumbres, ¿las llamas en cada ocasión bellas sin ninguna otra referencia? Por ejemplo, en primer lugar, a los cuerpos bellos, ¿no los llamas bellos o por su utilidad, con relación a lo que de cada uno de ellos es útil, o por algún deleite, si su vista produce gozo a quienes los contemplan? ¿Puedes decir algo más aparte de esto sobre la belleza del
cuerpo?
POL. –– No puedo.
SÓC. –– Y del mismo modo todo lo demás; las figuras y los colores, ¿no los llamas bellos por algún deleite, por alguna utilidad o por ambas cosas?
POL. –– Sí.
SÓC. –– ¿Y, asimismo, los sonidos y todo lo referente a la música?
POL. –– Sí.
SÓC. –– Ciertamente también en lo referente a las leyes y costumbres; las que son bellas no carecen, sin duda, de esta cualidad, la de ser útiles o agradables o ambas cosas juntas.
POL. –– No carecen, en verdad, según creo.
SÓC. –– ¿Y así es también la belleza de los conocimientos?
POL. –– Exactamente. Por cierto que ahora das una buena definición al definir lo bello por el placer y el bien.
SÓC. –– ¿No se define, entonces, lo feo por lo contrario, por el dolor y el mal?
POL. –– Forzosamente.
SÓC. –– Así pues, cuando entre dos cosas bellas una es más bella que la otra, es porque la supera en una de estas dos cualidades o en ambas; esto es, en placer, en utilidad o en uno
y otra.
POL. ––Cierto.
SÓC. ––También cuando entre dos cosas feas una es más fea que la otra es porque la supera en dolor o en daño; ¿no es preciso que sea así?
POL. –– Sí.

Sócrates ha terminado por hacer llegar a Polo a la conclusión de que su razonamiento de que lo malo y lo feo, lo bueno y lo bello no van indisolublemente unidos es contradictorio. Ahora puede retomar la cuestión inicial…

SÓC. ––Pues prosigamos. ¿Qué decíamos hace poco sobre cometer injusticia y recibir injusticia? ¿No decías que recibirla es peor y que cometerla es más feo?
POL. –– Sí lo decía.
SÓC. –– Luego, si cometer injusticia es más feo que recibirla, ¿no es, ciertamente, más doloroso y sería más feo porque lo supera en dolor o en daño, o en ambas cosas juntas? ¿No es preciso que sea así también esto?
POL. –– ¿Cómo no?
SÓC. –– Examinemos en primer lugar esto; ¿acaso cometer injusticia produce mayor dolor que recibirla, y los que cometen injusticia experimentan mayor sufrimiento que los que la reciben?
POL. –– Esto de ningún modo, Sócrates.
SÓC. ––Luego no lo supera en dolor.
POL. –– Ciertamente, no.
SÓC. –– Y bien, si no lo supera en dolor, tampoco en ambas cosas juntas.
POL. –– Parece que no.
SÓC. ––Queda, pues, que lo supere en la otra.
POL. ––Sí.
SÓC. –– En el daño.
POL. ––Es probable.
SÓC. –– Entonces, si lo supera en daño, cometer injusticia es peor que recibirla.
POL. –– Es evidente.

Polo concluye por reconocer que cometer injusticia es peor que recibirla, ya que aquélla es más dañina para el hombre que ésta. La conclusión de cuál de ellas es preferible para el hombre es, por tanto, fácilmente deducible.

SÓC. ––¿No es cierto que la mayoría de los hombres reconocen, y también tú lo reconocías hace poco, que es más feo cometer injusticia que recibirla?
POL. –– Sí.
SÓC. –– Y ahora resulta evidente que es más dañoso.
POL. ––Así parece.
SÓC. –– ¿Preferirías, entonces, lo más dañoso y lo más feo a lo menos? No vaciles en responder, Polo; no vas a sufrir ningún daño. Entrégate valientemente a la razón como a un médico y responde; di sí o no a lo que te pregunto.
POL. –– Pues no lo preferiría, Sócrates.
SÓC. –– ¿Lo preferiría alguna otra persona?
POL. –– Me parece que no, al menos según este razonamiento.
SÓC. ––Luego era verdad mi afirmación de que ni yo, ni tú, ni ningún otro hombre preferiría cometer injusticia a recibirla, porque es precisamente más dañoso.
POL. ––Así parece.

Sócrates extrae de la deducción razonada a la que ha llegado Polo una Verdad Universal (siempre según el razonamiento socrático): el hombre prefiere recibir una injusticia que cometerla, por cuanto ésta última es más dañina para sí mismo.

La muerte de Sócrates

J.L. David-La muerte de Sócrates
La figura de Sócrates se engrandece, si cabe, aún más, aparte de por su filosofía, su ética y su modo de vivir, por su modo de afrontar la muerte.

Algunos miembros de la sociedad ateniense no veían con buenos ojos sus enseñanzas, su aparente desprecio por los dioses -Sócrates afirmaba la presencia junto a él de un genio o demonio (daimon) familiar, cuya voz le aconsejaba en los momentos capitales de su vida-, su actitud crítica que había dado lugar a una imagen desfigurada y hostil (por ejemplo, en comedias de Aristófanes como Las nubes).

Acusado y juzgado por los tribunales atenienses por “impiedad y corrupción de la juventud”, Sócrates, firmemente convencido de su inocencia, se defiende ante el tribunal con un ímpetu no exento de ironía (lo esencial de esta defensa lo recoge Platón en su Apología de Sócrates). No obstante, cuando es sentenciado definitivamente a muerte (bebiendo cicuta), Sócrates, a pesar de intentar ser convencido por sus discípulos y amigos de la posibilidad de huir y exiliarse de Atenas, asume su destino. Prefiere mantenerse fiel a los principios por los que se ha regido toda su vida y respetar las instituciones de la polis, aunque éstas le hayan condenado injustamente.

Citemos aquí el epílogo final del discurso de Sócrates en la Apología, dirigiéndose a los jueces que le han condenado, de una belleza imperecedera:
“Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto, y que los dioses no se desentienden de sus dificultades. Tampoco lo que ahora me ha sucedido ha sido por casualidad, sino que tengo la evidencia de que ya era mejor para mí morir y librarme de trabajos. Por esta razón, en ningún momento la señal divina me ha detenido y, por eso, no me irrito mucho con los que me han condenado ni con los acusadores. No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros. Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.”

Se convierte así Sócrates en una figura inmortal, en el “superhombre” nietzscheano, que se mantiene fiel a sí mismo y a su voluntad, tanto en la vida como en la muerte, elevándose por encima de la fragilidad innata al ser humano; amando la vida, sí, pero sin renunciar por ella a la Verdad en la que creía firmemente.

jueves, 19 de junio de 2008

Exposiciones en El Prado (I): "El retrato del Renacimiento"

La excelente exposición que en estos meses estivales de 2008 tiene lugar en El Prado nos trae esa tipología pictórica tan representativa de la vanidad humana: el retrato. El recorrido nos lleva cronológicamente (aunque la exposición se organice, de forma bastante original, por subgéneros dentro del propio retrato) desde los primeros balbuceos en el Gótico (1400), pasando por las diferentes etapas del Renacimiento, el Manierismo, hasta prácticamente el tránsito hacia el Barroco (1600), representado en la presencia testimonial de la figura de Rubens.

Formalmente, el retrato individual o doble es el que está representado en esta exposición, excluyéndose retratos múltiples, corporativos o aquéllos enmarcados, por ejemplo, en escenas cortesanas. Asimismo, se ha excluido, tal vez deliberadamente, el retrato en forma de donante que, ligado todavía a una temática religiosa, incorpora el retrato del personaje que encarga la obra (el comitente), acompañando a las figuras de la Virgen, Cristo o santos. El motivo probablemente radique en que se ha pretendido exponer el retrato como ente ya totalmente autónomo, desligado de reminiscencias religiosas y plenamente desacralizado, pues no en vano es ahora en el Renacimiento cuando surge con fuerza como género independiente como tal, y uno de sus rasgos más destacados es la proliferación del mismo en todos los ámbitos de la sociedad, es decir, no sólo restringido a reyes, nobles o alto clero, sino también abierto a representar a personajes del pueblo llano. Se puede hablar, así, de una “democratización” del retrato.

Se intenta también en esta exposición penetrar en los límites del retrato, en entender qué es lo que se puede considerar retrato y que no, a pesar de que esta línea divisoria es, en ocasiones, imprecisa. Por otro lado, se analiza el por qué de esta extraordinaria difusión ya comentada, no sólo en el ámbito de los poderosos, sino también en el de personajes sencillos como sastres, bufones, etc. La inteligente combinación de escultura, numismática, literatura, grabados y dibujos persiguen la comprensión por el visitante de las motivaciones, las técnicas, los contextos culturales,… que influyeron en la evolución del retrato durante este brillantísimo período artístico.

El Quattrocento

Della Francesca-S. Malatesta
El retrato renacentista, tan carente de modelos a imitar de la Antigüedad grecorromana, como sí que ocurría en arquitectura o (en menor medida) en escultura, se sirve en sus comienzos de una “imitatio” basada en la medallística de la Antigüedad, o en la escasos ejemplos conservados de bustos escultóricos clásicos. No es de extrañar, por tanto, que los primeros retratos presenten una morfología de perfil estricto, siguiendo los modelos de las medallas romanas, sobre todo en la pintura italiana quattrocentista (siglo XV). El mejor ejemplo, tal vez, lo encontremos en el retrato que Piero della Francesca realiza del condottieri Sigismondo Pandolfo Malatesta, en el que sobre un fondo totalmente oscuro emerge el busto de perfil del príncipe renacentista. No se busca todavía aquí tanto el retrato fiel o psicológico del individuo, como un retrato idealizado del mismo, donde la fama, el honor y la virtud de estos grandes personajes queden representados históricamente. 

Da Messina-Retrato de hombre
Un cambio significativo se percibe ya en el Retrato de hombre del siciliano Antonello da Messina. La influencia de la pintura flamenca en el tratamiento del color y la luz permite al pintor adentrarse más en la psicología del retratado, que ahora se presenta de tres cuartos, mirando fijamente al espectador. Messina se ha detenido en pintar con exquisito detalle los pelos de la incipiente barba, o los rizos del cabello, aunque lo más destacable es la mirada del personaje, que resalta sobre la tonalidad neutra del cuadro, dejando traslucir ya una interioridad de firme resolución y seguridad en sí mismo.


Ghirlandaio-G.Tornabuoni
En este período destaca también la figura de Doménico Ghirlandaio, maestro de Miguel Angel, y en el que predomina el uso del dibujo sobre el color, rasgo que va a ser característico de la escuela florentina. En el retrato de perfil medallístico de Giovanna Tornabuoni, la dama, de gran belleza, se enmarca en un fondo con hornacina con varios objetos alusivos a sus gustos y su carácter. Así, la joyas hacen alusión a su vida pública, mientras el libro de oraciones resalta la vida interior de la joven. Junto a estos objetos, aparece un cartel con un epigrama del poeta Marcial que reza así: “Oh, arte si fueras capaz de retratar las costumbres y el alma (de la retratada), no existiría en el mundo un cuadro más bello”.

Ghirlandaio-Abuelo con su nieto
Más realista es, en cambio, el retrato del Abuelo con su nieto, en el que Ghirlandaio dibuja con crudo detalle la nariz enferma y la decrepitud del anciano que esboza una sonrisa hacia su nieto. Las miradas de ambos se cruzan con ternura, a semejanza de las representaciones pictóricas de la Virgen con el Niño. El nexo entre ambos personajes se logra también a través del intenso color rojo de las ropas del anciano con el bonete del niño. Al fondo, una ventana abierta al paisaje donde predominan los tonos oscuros.



J. van Eyck-Margarita van Eyck
En tierras flamencas emerge, entre las figuras de los denominados “primitivos flamencos”, el gran Jan van Eyck, que junto a figuras como Van der Weyden, Bouts, Memling, o El Bosco, van a iniciar el camino de la magistral pintura de Flandes en la historia. El dominio y los adelantos en la sabia utilización de la técnica del óleo van a permitir a Van Eyck alcanzar una técnica prodigiosa, aunque utilizada habitualmente en obras de pequeño formato. Frente al archiconocido y lleno de simbolismos retrato de El matrimonio Arnolfini, en la presente exposición contemplamos el de su mujer, de tres cuartos, y en el que el colorido y el detallismo del rostro alcanzan altísimas cotas dentro del realismo flamenco.


El Cinquecento

En el Cinquecento (siglo XVI) el retrato va a alcanzar en Italia la definición de género en sí mismo, desprendiéndolo de los residuos medievales definitivamente. Será Leonardo da Vinci, ausente en esta exposición, quien termine con estas dependencias y encorsetamientos. Esta eclosión no surge de repente, sino que va preparándose desde los primeros retratos (Ginebra de Benci), pasando por los intermedios (La dama del armiño), hasta llegar a La Gioconda, punto final de sus investigaciones y modelo capital para todo el género durante bastante tiempo.

Rafael-El Cardenal
La influencia del “sfumato” leonardesco, el dibujo de Miguel Angel, la grandiosidad de éste o la suave degradación tonal del primero, van a permitir a Rafael de Sanzio, en su etapa romana, pintar una obra maestra como es El Cardenal, de fondo neutro, con el retratado sedente, de tres cuartos, ladeado un poco hacia la izquierda y mirando al frente con postura serena, descansada, situando las manos en reposo. Llama la atención la vivacidad de la mirada que denota la carga interior y psicológica del retratado.

Giorgone-Retrato masculino
Contra la preponderancia del “disegno” florentino, los venecianos se van a fijar en la luminosidad, la luz clara, los colores gayos, los cielos azules, o el predominio del paisaje. La influencia flamenca es evidente. Tras los Bellini, creadores de la escuela, Giorgio de Castelfranco, conocido como Giorgione, va a abrir, con su dominio del óleo, el color, la luminosidad, el camino a Tiziano. De Giorgione, tenemos en la presente exposición un Retrato masculino, posiblemente de Broccardo, en el que el retratado se sitúa sobre un alfeizar, con mirada ladeada y la mano en el pecho, como queriendo asumir alguna culpa o penitencia. Este gesto, que luego repetirá El Greco en su conocida obra El caballero de la mano en el pecho (también presente en la muestra), es lo más original de este retrato.

Tiziano-Carlos V en Múhlberg
Con Tiziano, el clasicismo cromático veneciano alcanza las más altas cotas pictóricas. Siguiendo la costumbre renacentista de individualizar la gloria, el poder, las letras, o bien el deseo de perennizar a personajes importantes, se dedica al retrato con más fervor incluso que sus contemporáneos florentinos. Desde el Ariosto, continuando por La schiavona, llegamos a retratos como los de Federico II Gonzaga, de Carlos V en Mühlberg, de la emperatriz Isabel, de Felipe II, todos dignos de atención. El famosísimo de Carlos V en Mühlberg, de gran formato y con lugar preeminente en esta exposición, es una pintura ecuestre de importante incidencia en toda la temática posterior, en la que conjuga convenientemente un bello paisaje cubierto por cielos tornasolados y la figura del emperador en primer término, armado para la batalla, montado en nerviosa y contenida jaca negra, armaduras y arreos elegantes que dan ocasión para descubrir el dominio del color y la incidencia de la luz. Inspirado en la estatua ecuestre de Marco Aurelio, el emperador es representado como un nuevo César, tras su victoria sobre los protestantes de la Liga de Smalkalda en la batalla de Mühlberg (1547).

El Manierismo

Hacia 1520-30 se sitúa un punto de inflexión en el que hace su aparición el denominado Manierismo, sin una definición clara, sin cualidades y características plenamente definidas, como corresponde a un “estilo” que hace de la ambigüedad una categoría fundamental. El Manierismo se afinca especialmente en las Cortes, donde hombres refinados, príncipes evanescentes, cortesanos sensibilizados apreciaron enormemente los desvíos desequilibradores de lo real. Podemos citar los casos de las cortes europeas de Francisco I, Felipe II o Rodolfo II. El retrato adquiere una dimensión nueva, individualista e intimista, que no deja traslucir el sereno asentamiento en el mundo o la conciencia de la valía del personaje como símbolo de poder, autoridad o virtud. Tanto la “virtus” romana, que el Renacimiento congració con la virtud cristiana, como ésta última, le son indiferentes al manierista que propone otro tipo de “cualitas” para el príncipe, esto es, el gusto por lo arcano, lo esotérico, lo misterioso, lo ambiguo, la elegancia, el refinamiento y la originalidad. El Manierismo tiene, singularmente, una importante presencia en esta exposición.

El Bronzino-Don Gracia de Médici
El mejor retratista de la escuela manierista florentina es posiblemente Angelo Bronzi, conocido como El Bronzino. Al servicio del Gran Duque de Toscana Cosme I de Médici, el Bronzino realiza una serie de retratos de la familia. Concebidos con cierta geometrización, donde los volúmenes de los rostros están bien definidos y delimitados, la majestad imperante de sus miradas y posturas, la frialdad colorista, así como el alargamiento de las manos, dedos, brazos, que contrasta con la cuadratura de la composición, se suma a una elegancia refinada en vestidos y joyas, a ciertas torsiones suaves de cuello y cara, a miradas penetrantes. Dos son las obras presentes en esta exposición, el retrato de Andrea Doria como Neptuno, de anatomía miguelangelesca, y el más original de Don Gracia de Médici, en el que el niño se representa como un adulto, con mirada firme y decidida, vestidos lujosos y sosteniendo en su pequeña mano una joya en forma de amuleto.

Lotto-Micer Marsilio y su esposa
En la escuela veneciana destacan pintores como Palma el Viejo o Lorenzo Lotto. De Lotto, destacan en esta exposición los retratos del mercader Micer Marsilio y su esposa, representados bajo el “yugo” que simboliza la unión conyugal en el instante en que Marsilio va a sellar esta unión, introduciendo la alianza en el dedo de su esposa, y el Retrato de mujer inspirado en Lucrecia, en el que destaca el gesto “manierista” de la retratada que muestra al espectador un dibujo de Lucrecia, representación de la virtud de la mujer romana, pues ésta se suicidó tras ser ultrajada por un hijo del último rey de la saga de los Tarquinio, aludiendo así la retratada a su supuesta virtud femenina.

Parmigianino-Dama con sus hijos
Un centro de especial interés para el manierismo es Parma. Franceso Mazzola, llamado Il Parmigianino (el parmesanito), se destaca con luz propia en este panorama. Pronto se desprende del “ingenuo” manierismo de su maestro Correggio y se adentra en su estilo particular, muy elaborado, muy racional, muy hermético, sin perder la elegancia y la atracción, tanto elitista como popular, de sus obras. Las líneas sinuosas, el alargamiento de las figuras, la ondulación en vestimentas y paisajes, las gamas de color de un encanto fuera de lo común, el refinamiento general, las composiciones heterodoxas, alcanzan rasgos personalísimos que aplica tanto a obras religiosas como profanas. Gran retratista, podemos citar el del Conde de San Secondo y Dama con sus hijos, situados uno junto al otro en la exposición. A diferencia del retrato de su marido, la condesa no se halla rodeada de atributos de poder sino de status. Según el retrato de la época, es extraño retratar a una madre con su prole, puesto que las grandes damas aparecían normalmente en cuadros individuales. Parmigianino, sin embargo, ha captado a la condesa rodeada de sus tres hijos. Los pequeños están colocados de una manera extraña para lo que podría esperarse de una representación familiar: cada uno de ellos mira hacia el lado contrario de su madre, en diferentes posturas, lo que crea un juego de miradas que tienden hacia el exterior, en lugar de concentrarse en la condesa.

Ausente en la exposición, entre los últimos manieristas, podemos mencionar al más “kistch” dentro de este estilo, Giuseppe Arcimboldo, que viaja por Europa y se asienta en la corte de Rodolfo II en Praga. Arcimboldo deja correr su imaginación calenturienta y se dedica a unos “caprichos” que prefiguran el Surrealismo. Con frutas y verduras y productos del campo pinta unos retratos que, en realidad, son bodegones antropomorfos, como los famosos de las Estaciones del año.

A.Moro-Bufón Pejerón
A.Moro-María Tudor
En los Países Bajos, el siglo XVI muestra todavía la influencia de los primitivos flamencos, pero también de los autores italianos. En Amberes trabaja en la primera mitad del siglo XVI Quintin Massys, cuya influencia se deja sentir en dos vertientes: la expresividad caricaturesca y teatral hacia lo grotesco de algunas de sus obras, y esta “pintura de género” que llega incluso al Barroco, donde se conjuntan el bodegón y la teatralidad. En la exposición tenemos su obra Vieja mesándose los cabellos que deja traslucir los rasgos antes mencionados. En la segunda mitad del XVI destaca Antonio Moro, portador de la tradición retratista de su país, conocedor en profundidad de Tiziano y que va a conducir al retrato nórdico a uno de los momentos más importantes de su historia. Abandona los contrastes de claro-oscuro, la rigidez de las vestimentas, las poses prefijadas y se adentra en la intimidad de la persona, a base de un distanciamiento manierista del retratado, utilizando tonos oscuros y fondos neutros, equilibrados con matices de color más cálido, sin caer en los tonos fríos del manierismo italiano. El personaje se manifiesta con naturalidad, pero con prestancia, con toda su humanidad reflejada en el rostro. Son importantes los retratos, presentes en esta exposición, del Bufón Pejerón, retratado de cuerpo entero y con vestimentas cortesanas, como si se tratara de un noble, o el que pinta en Inglaterra de la reina María Tudor, en postura sedente, con la rosa roja de los Tudor en una mano y los guantes (símbolo de la nobleza) en la otra, destacando la excelente pintura de calidades reflejada en el detalle de la tapicería del sillón regio o en las joyas de la reina.

El autorretrato

Un apartado especial merece, en la presente exposición, el autorretrato, subgénero donde el pintor, libre de encorsetamientos formales o estéticos, puede experimentar en la búsqueda de nuevas soluciones. Por otro lado, el pintor busca autorretratándose dignificar su profesión, intelectualizándola, para situarla en la senda de las profesiones liberales, no de las artesanales o manuales, tal y como pretendían tratadistas renacentistas como Alberti. En esta exposición dos obras destacan por encima del resto.

Durero-Autorretrato
En primer lugar, el autorretrato del pintor alemán Alberto Durero, de medio cuerpo, ligeramente escorzado, junto a una ventana abierta a un fondo de paisaje montañoso. El pintor viste de jubón blanco con guarniciones negras y camisa con puntilla dorada, pelo largo, gorra de listas blancas y negras, capa parda y guantes grises. La elección de unas ropas elegantes y aristocráticas y la mirada severa dirigida al espectador, con altiva serenidad, indican la voluntad del pintor de hacer ostentación de su situación social. Destaca la riqueza de detalles, la minuciosidad del tratamiento de las calidades y el brillante colorido, de entonación dorada, todo ello apoyado en un dibujo de impecable precisión.

Tiziano-Autorretrato
En segundo lugar, debemos destacar el autorretrato de Tiziano, ya anciano, en el que se retrata casi de perfil con el pincel en su mano derecha, predominando los tonos rojos, negros, grises y blancos, y utilizando ya su técnica de empastar con los dedos, no con el pincel.








El retrato áulico

La última parte de la exposición está representada por el retrato áulico o de corte que, al contrario que otros subgéneros dotados de mayor libertad como hemos visto, alcanza en la segunda mitad del siglo XVI una tipología bastante definida. La escultura en bronce de los Leoni (Leone y Pompeo, padre e hijo) Carlos V dominando al Furor preside, de forma imponente, un conjunto de lienzos, normalmente de gran formato, en los que los retratados se presentan normalmente de cuerpo entero, ligeramente de tres cuartos, vestidos con elegantes galas y joyas y diversos símbolos de su posición, prestigio y poder. Estos retratos contienen rasgos algo idealizados, ya que no se pretende tanto la fidelidad fisiológica del retratado, como transmitir una majestuosidad y dignidad acordes a su status regio o nobiliario.

Tiziano-Carlos V con perro
A.Moro-Felipe II
Antonio Moro y Tiziano van a ser los modelos a seguir en esta tipología, en la que el pintor tiene, evidentemente, que atenerse a unas normativas formales estrictas. Hay que destacar los retratos de Felipe II de ambos pintores, o el de Carlos V con perro del maestro veneciano.








S. Coello-Isabel Clara Eugenia
En la corte de Felipe II, dos pintores, Alonso Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, se especializaron en el retrato áulico. Las Cortes manieristas imponen la costumbre del retrato, y más aún cuanto que los matrimonios entre príncipes desconocidos obligan a enviar el retrato del futuro consorte como cortesía novedosa. Aunque los pintores de Cámara tenían alguna tradición, es ahora cuando esta profesión se consolida en todas las Cortes europeas. De Sánchez Coello se presenta en esta muestra el retrato de Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz, mientras que de Pantoja de la Cruz se expone el de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II. La influencia de Moro y Tiziano en ambos maestros hispanos es evidente, estando Pantoja de la Cruz menos dotado que Coello, supliendo esta falta de maestría con una dedicación especial a la ornamentación, vestidos, joyas, objetos, que disimulan el poco acierto del acabado y la rigidez de los retratos.

Rubens-Brígida Spínola Doria
Finalmente, la última obra de la exposición es el retrato de Brígida Spínola Doria del pintor flamenco Pablo Rubens, en la que destacan el telón rojo del fondo enmarcado en una escenografía de arquitecturas clásicas, así como el gusto por el detalle tan propio de los flamencos en el colorido del vestido o en la elegante gola. Rubens deja traslucir ya el dominio de la luz y del color que la convertirán en unos de los genios del período artístico siguiente: el Barroco.





Epílogo

En definitiva, una exposición altamente recomendable de degustar para aquellos espíritus inquietos que ansíen penetrar en los arcanos misterios del retrato humano y en sus lazos comunes con aquel viejo pasaje del Eclesiastés: “vanitas vanitatum et omnia est vanitas” (vanidad de vanidades y todo es vanidad), fundamento también de otros géneros pictóricos de gran difusión como el mismísimo bodegón.